La
salida de Cadaqués a poco de amanecer, es un paseo agradable. Solo se ven
rezagados de la noche que me miran y se extrañan de verme a esas horas con la
mochila al hombro. Es un contraste grande respecto a las tardes, en las que una
gran masa de turistas se pasea incesantemente por el paseo marítimo y las
callejuelas en torno a la iglesia. En algunas de ellas, las buganvillas que se
ven son auténticos árboles. En la iglesia hoy hay entierro y en su puerta se mezclan
los turistas con los deudos y familiares del difunto. Se ven muchos gatos
sestear en los bancos de la plazoleta. En la parte interior de una ventana veo
dos gatos pequeños y fuera hay una caja en la que cuelga un cartel que dice “Donativo
para los gatos de Cadaqués”. Tal vez, pienso, llegó a ser en su momento una
especie en peligro de extinción por estos lares. Al salir de Cadaqués veo a una
mujer que le lleva pan a las gaviotas. Aquí son de las grandes y están todo el
día alborotando, en espera de su ración de pescado (En Rosas no atisbaré a ver
ninguna).
LOS CABALLITOS Solo una vez al año, por septiembre, cuando aún jugábamos todos los días en la calle hasta hacerse de noche, llegaba el tiovivo, el único que adornaba la pequeña feria de barracas que durante tres días animaba la esquina entre la carretera, la Florida y los Soportales. Junto a él, la churrería de Lorenzo, donde supe por primera vez a qué sabían los churros. Me gustaba aplastarlos en el azúcar del fondo para endulzarlos. No eran muchos y por eso los degustaba despacio, mientras miraba dar vuelta al tiovivo de los caballitos. Así llamamos en adelante a todas las ferias, fuera grande o pequeña, los caballitos. Entonces todos eran caballos de madera fijados a una barra, subiendo y bajando. No había ambulancias, ni coches de bomberos o de carreras, motos o aviones. Eran caballos blancos, negros, tordos, pintados con colores brillantes y llamativos que se reflejaban en los fragmentos de espejos colocados como mosiacos, multiplicando las imágenes, las...
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