La mar, el mar. ¿Por qué tiene dos géneros esa palabra, ese elemento líquido que hace azul este planeta?
¿Será porque mar es madre y padre, origen de todo lo viviente sobre el globo terráqueo?
De él fueron surgiendo los seres que hoy vuelan o caminan, hasta colonizar una tierra, antes estéril y un cielo, en su día, abrasador.
No se sabe, con certeza, cuándo el ser humano se atrevió a surcar los mares, ni cómo lo hizo la primera vez, pero a lo largo de la historia lo ha hecho de formas tan variadas como la imaginación y la necesidad pudieron dar de sí.
Desde la simple balsa, que inmortalizó Gericault, resumiendo en ella toda la esperanza y desesperación, que la pequeñez del hombre frente al mar es capaz de provocar.
Los balseros cubanos, aunque saben que su destino es más cercano se arriesgan a navegar montados en la fragilidad de artilugios caseros que no siempre han llegado a su destino.
Ulises y Simbad el Marino son, en la literatura más cercana, los viajeros del mar por excelencia.
Ulises recorrió el Mediterráneo durante muchos años de vuelta a Ítaca y, tanto él como Simbad vivieron aventuras que solo en el oscuro abismo de un gran mar o un océano eran imaginables.
Como el mar Tenebroso se conocía al Océano Atlántico y aún el nombre de Finisterra nos recuerda el temor que inspiraba su seno airado, cuyos umbrales son conocidos hoy en día como La Costa da Morte.
Pasó el tiempo del dios Poseidón y las sirenas, tal vez queden pescadores como el de “El viejo y el mar”, pero el ser humano parece empeñado en desmitificar el mar aunque no quiera. Lo hace de manera bestial, sin dar tregua a su lecho. Lo mismo que la tierra emergida, el mar es para el hombre un almacén y se nutre de él como de un supermercado. También es vertedero, un gran basurero en el que, sobre todo, los grandes petroleros vierten su carga letal, que tantas veces escupe la marea hacia la costa.
MAR DE GALICIA
¿Desde cuando mis ojos se volvieron al mar?
Tal vez en mucho tiempo solo el bosque lamía en las raíces la sal de sus perfiles y, solo él, temblaba ante su furia oscura y sus blancos zarpazos contra el acantilado.
Pero a tanto no alcanza la memoria de mis hijos humanos, quienes se abrieron paso entre carballos y, desde las frondosas copas del castaño, alcanzaron sus ojos, incrédulos, el mar.
Construyeron sus nidos en las playas y los montes cercanos.
Soñaron adentrarse sobre el color cambiante de las olas, descubrir caminos en el agua de aquel Mar Tenebroso, más allá de Fisterra, donde solo se dibujaban seres monstruosos en mapas medievales.
¿Acaso el gran mar caía desbocado en una catarata que todo lo engullía, como un gigantesco aliviadero?
Se ausentaron los hombres, embarcados en breves cascarones. Se acostumbraron las mujeres a vislumbrar el horizonte que trae la borrasca y a salir en la noche con antorchas para alumbrar la oscuridad, sin estrellas, y anunciar, así, las rocas enemigas en las que tantas vidas se estrellaban. Aquellos inhóspitos y fértiles umbrales del Océano recibieron de nombre la Costa de la Muerte.
¿Cuántos cuerpos tragó el mar impasible que nunca devolvió?
¿Cuánto luto regaló a las compañeras y a las madres, que en vano volverían sus ojos hacia el mar?
No podían odiarlo porque en él vagaba el vigor apagado de sus hombres, su faz flotando, para siempre en la memoria, en mitad del temporal.
El temido horizonte fue un día camino de esperanza. Emigrantes, luciérnagas de invierno a las que también se espera, aunque no vuelvan. Las ánimas flotando sobre el mar, vivos y muertos bailando en la marea, bajo la vía láctea que guía al peregrino sin camino marcado.
Y así, tiempo después, llegó aquel día en que fue el mismo mar quien se vistió de luto, un luto espeso envolviendo las playas, adherido a las rocas como un cáncer mortal.
Incrédulos los hombres intentan conjurar el negro cinturón. Van vestidos de blanco al nacer el alba pero retornan negros de alquitrán.
Todos se vuelcan a curar el mar.
No es la primera vez. De ahí la indignación y la impotencia. ¿Hasta cuando será Costa de Muerte? Y cuentan con los dedos de las manos, no ya los naufragios incontables de pesqueros, sino mareas negras: el “Urkiola”, el “Cazón” y ahora el “Prestige”.
Los pesqueros que faenan en Gran Sol enrolan tripulantes indonesios. Nadie quiere arriesgar su vida en alta mar. ¿Olvidarán los hombres de Galicia las artes de la mar?
No creo que esto ocurra, pero estoy seguro de que no olvidarán el día en que su costa se convirtió otra vez en sumidero, en una Burla Negra, a la que no atendieron con el debido celo, esa iguana que pescaba en agua dulce, llamada Manuel Fraga, ni el cazador de condonera verde y gorro tirolés, llamado Álvarez Cascos, ni el heredero del inefable Aznar, don Mariano Rajoy, quien bien podría pasar a la historieta, porque no a la Historia , como “mister hilillos de plastilina”.
Siento acabar de forma tan prosaica, pero en Galicia no todo es poesía.
Esperemos que NUNCA MAIS ocurra lo que jamás debió ocurrir.