El olmo de la imagen, La Olma, era un ejemplar de dicho árbol que, como tantos otros, murió por la enfermedad de la grafiosis. Los que la conocimos y disfrutamos, los que estuvimos albergados bajo su sombra, llegamos a amarlo como a un personaje más de un lugar diminuto, llamado Riocavado de la Sierra.
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jueves, 22 de septiembre de 2011
JUBILACIONES
JUBILACIONES
Por la noche, el sueño nos jubila de lo cotidiano.
Qué júbilo, abandonar la mina, el tajo, el pozo, la zahúrda, donde dejé la piel y ese divino tesoro con fecha de caducidad, que llaman juventud.
No voy a echar de menos la cadena.
¡Qué nombre!, es lo más parecido a una condena, como la del barquero de “Los Tres Pelitos del Diablo”. Nos salvaremos de ella, pero alguien ocupará nuestro lugar.
Hoy vivimos una especie de nueva revolución Industrial a escala planetaria.
Sigue existiendo el trabajo infantil de forma abierta o soterrada. Niños amarrados al telar, deshaciendo sus manos. Niños, de sol a sol, recorriendo los surcos de innumerables campos y femeras. Esclavos más que niños. Nunca podrán soñar con jubilarse.
La deslocalización de grandes empresas busca mano de obra cada vez más barata. Mandan por encima de todo las leyes del mercado.
Dicen que en un futuro no habrá dinero suficiente para tanto jubilado en Occidente.
Yo me pregunto ¿Si quien recoge el fruto y pastorea los rebaños que nos alimentan son, cada vez más, a los que no les llegará la hora de jubilarse, cómo podremos seguir siendo los únicos que disfrutemos del retiro, si no somos los que producimos verdadera riqueza?
La respuesta está en el presente.
Hay zonas de la tierra donde la población ha crecido en exceso y sus recursos han menguado. Se paga una miseria por sus materias primas (aquellas que disfrutamos los aspirantes a jubilarnos), sean comestibles o minerales.
Ellas, de cualquier forma, además, pagan sus deudas, a costa de no poder atender a sus enfermos, de no tener escuelas, de ver crecer por millones el número de huérfanos del sida y de las guerras. Es curioso que les falte comida y que les sobren armas.
Levantamos cada vez más alambradas y más altas para prevenir avalanchas humanas, pero no se piensa seriamente en qué las provoca, ni se hace gran cosa para evitarlas, allí donde surgen, igual que una onda en el agua. Los más alarmistas dirían un Tsunami.
No quiero, con esto, aguarme la jubilación bien merecida, pero ¿Cuánto tiempo más puede seguir creciendo el bienestar en ciertos lugares, mientras en otros aumenta la miseria y el deseo de llegar, al menos, a alcanzar la dignidad de equiparar el trabajo a algo más que la supervivencia?
Por la noche, el sueño nos jubila de lo cotidiano.
Qué júbilo, abandonar la mina, el tajo, el pozo, la zahúrda, donde dejé la piel y ese divino tesoro con fecha de caducidad, que llaman juventud.
No voy a echar de menos la cadena.
¡Qué nombre!, es lo más parecido a una condena, como la del barquero de “Los Tres Pelitos del Diablo”. Nos salvaremos de ella, pero alguien ocupará nuestro lugar.
Hoy vivimos una especie de nueva revolución Industrial a escala planetaria.
Sigue existiendo el trabajo infantil de forma abierta o soterrada. Niños amarrados al telar, deshaciendo sus manos. Niños, de sol a sol, recorriendo los surcos de innumerables campos y femeras. Esclavos más que niños. Nunca podrán soñar con jubilarse.
La deslocalización de grandes empresas busca mano de obra cada vez más barata. Mandan por encima de todo las leyes del mercado.
Dicen que en un futuro no habrá dinero suficiente para tanto jubilado en Occidente.
Yo me pregunto ¿Si quien recoge el fruto y pastorea los rebaños que nos alimentan son, cada vez más, a los que no les llegará la hora de jubilarse, cómo podremos seguir siendo los únicos que disfrutemos del retiro, si no somos los que producimos verdadera riqueza?
La respuesta está en el presente.
Hay zonas de la tierra donde la población ha crecido en exceso y sus recursos han menguado. Se paga una miseria por sus materias primas (aquellas que disfrutamos los aspirantes a jubilarnos), sean comestibles o minerales.
Ellas, de cualquier forma, además, pagan sus deudas, a costa de no poder atender a sus enfermos, de no tener escuelas, de ver crecer por millones el número de huérfanos del sida y de las guerras. Es curioso que les falte comida y que les sobren armas.
Levantamos cada vez más alambradas y más altas para prevenir avalanchas humanas, pero no se piensa seriamente en qué las provoca, ni se hace gran cosa para evitarlas, allí donde surgen, igual que una onda en el agua. Los más alarmistas dirían un Tsunami.
No quiero, con esto, aguarme la jubilación bien merecida, pero ¿Cuánto tiempo más puede seguir creciendo el bienestar en ciertos lugares, mientras en otros aumenta la miseria y el deseo de llegar, al menos, a alcanzar la dignidad de equiparar el trabajo a algo más que la supervivencia?
(2007)
Manos
Manos
¿Qué sería de la inteligencia del hombre sin sus manos?
Se sabe que liberar las manos de la servidumbre de estar siempre con las palmas en tierra posibilitó que el cerebro creciera. Tal vez permitió al hombre mirar más lejos de forma continuada, dominar, erguido, el horizonte.
Los antiguos despreciaban el trabajo manual y no consideraban como tal el manejo de las armas.
“Admiramos la obra pero despreciamos al autor” decía un gobernante antiguo.
Para él un artista era un mero artífice, obligado a ganarse, de forma poco noble, la vida con sus manos, lo que para un soldado, un político o un orador era considerado una deshonra.
¿Para qué si no estaban los esclavos?
Los hombres libres que se dedicaban a la arquitectura, la escultura o la pintura dependían de las obras por encargo para sobrevivir y pocos tenían eso que hoy tanto se valora, la libertad de creación.
¿Qué decir de artesanos y obreros, sometidos a la incesante rueda del trabajo, sin la posibilidad de cambiar su fortuna?
Fueron sus manos, sin embargo, las que levantaron templos, palacios y tumbas, las que talaron bosques, desecaron pantanos e hicieron posible el riego de los campos.
La historia convirtió en anónimas las manos, encumbró a los sacerdotes, gobernantes y soldados. Tan solo los escribas, poetas y galenos cabían en las crónicas que ellos mismos escribían y pasaban también a la posteridad, a la sombra de los grandes hombres, protagonistas indiscutibles de la historia escrita.
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