¿Para qué tanto ruido?
Hoy es abril y el hielo ha desaparecido. El bosque se ha poblado de pájaros que hablan. Prefiero oír su canto que escuchar panegíricos post-mortem sobre el papa que se ha ido.
Toda la parafernalia que acompaña a la agonía, la muerte, exposición y entierro del último papa no provoca ruidos o estridencias en el sentido literal, pero la cobertura mediática, en prensa, radio y televisión no tiene precedentes. Nunca se ha hecho tanto ruido por la muerte de un simple mortal.
Da la impresión de que ya no hacen falta concilios para renovar la fidelidad de los católicos hacia la autoridad eclesiástica. Es más eficaz bombardear desde la televisión, con panegíricos y alabanzas a un personaje que, como cualquier humano, fue contradictorio, pero que, como decía Roman Gubern, fue consecuente hasta el final con su vocación de hombre de teatro.
En los noticiarios, en los programas matutinos de marujas, en los concursos y hasta en la telebasura aparece la presencia subliminal (o no) del “Santo Padre”, del que todos, parecen ahora hijos agradecidos.
Es como cuando, en las misas, uno duda de si echar, su óbolo o limosna, en la bandeja y se siente obligado a hacerlo porque los demás lo han hecho. Así se crea una reacción en cadena y todos pican para evitar la mirada reprobatoria del sacristán o el monaguillo, que recoge el impuesto “voluntario” a mano alzada, con ruidito incluido; el de la moneda que choca contra el montón de ellas y el que provoca el movimiento de muñeca del pedigüeño para acomodarlas en el cestaño o la bandeja y llamar la atención del siguiente feligrés.
Me parece legítimo no levantarse del asiento en el Congreso de los Diputados por no querer celebrar la memoria de un hombre que, sin dudar de sus buenas intenciones, se empeñó de manera tan cerril en descalificar el preservativo para evitar embarazos y condenar la unión de parejas homosexuales.
La jerarquía eclesiástica puede gozar nuevamente, estos días, de ser el centro de atención, eclipsando en las noticias a las guerras, las catástrofes, la muerte de otros jerarcas o la boda de un príncipe que, tal vez, nunca dejará de serlo.
El colapso de Roma para los funerales del Papa ha dejado pequeña a cualquier romería o peregrinación. Tal vez pueda volver el Vaticano a entrar en el Guiness de los records en eso de congregar multitudes y sentir que durante la eternidad de dos semanas (lo sería para cualquier asunto de actualidad), estará en el ajo, en el meollo, en el ojo del huracán informativo. Sus desfiles de cardenales y obispos eclipsarán cualquier pasarela que se precie. En los programas no se oirá el frú-frú de las sedas, pero sí el sonido de los cánticos y las celebraciones. Verán reconocida de nuevo su autoridad, aunque no sea más que protocolo, en los besamanos. Los jefes de Estado y sus esposas besarán anillos cardenalicios. Dictadores y autócratas compartirán mesa en las recepciones con la curia vaticana.
Un Gran Hermano a gran escala, cuya visión apagará, por unos interminables días, el ruido de los misiles, los lamentos de la hambruna, las protestas contra nuevos casos de pederastia, entre la expectación de los cónclaves y las deliberaciones secretas a puerta cerrada. La tradición obliga.
Así hasta que, de nuevo, una silenciosa fumata blanca anuncie el fin del programa y, como en los fuegos artificiales de un fin de fiesta, los congregados en la plaza de San Pedro conviertan el murmullo en una aclamación estruendosa.
Al día siguiente, solo quedará el sonido que produce la limpieza del gran plató, pasando a la acción los barrenderos y los basureros, para dar paso finalmente y de nuevo a las interminables procesiones de turistas.