A la mañana siguiente, tras aquella noche de cervezas y antros, incluida la búsqueda del último garito abierto, intento levantarme. Al intentar incorporarme caigo redondo al suelo con la impresión de que un enorme pie me retuviese y me pegase al suelo con la fuerza de un imán. Tardo varios minutos en reaccionar, ya no estoy para estos trotes y menos si al día siguiente pretendo andar otras siete u ocho horas al sol. Logro hacer la mochila y bajar al bar de la tarde anterior, donde pido agua abundante y café bien cargado que me permita espabilarme. Mal que bien, vuelvo a ponerme en camino, llegando hasta la playa de Casteldefells y retomando la dirección sur, hacia Sitges. Enfilo por el largo paseo marítimo y llego casi hasta el puerto. El día es especialmente caluroso y el sol me castiga por entero, unido al peso de la mochila. Decido por primera vez y espero que única, traicionando mi propia filosofía, tomar el tren hasta Sitges. Voy siguiendo las líneas de sombra hasta dar con la estación. Para entonces ya llevo a las espaldas más de cinco quilómetros. Me ahorro un trayecto atractivo, seguramente, pero la necesidad de descansar de nuevo sin quedarme en el mismo lugar y seguir hacia delante me obliga a buscar una pensión y olvidarme del sol y de caminar por unas horas de descando que me dejarán como nuevo.
Hasta las dos imágenes que conservo de la playa de Casteldefells tienen un aire inhóspito, como aquella mañana calurosa y resacosa que me disuadió de andar por unas horas y enfrentarme a un sol de justicia.
Hasta las dos imágenes que conservo de la playa de Casteldefells tienen un aire inhóspito, como aquella mañana calurosa y resacosa que me disuadió de andar por unas horas y enfrentarme a un sol de justicia.