Aparte de aludir, en plural a una prenda femenina, sugerente y ligera, la palabra picardía se aplica con benevolencia referida a los niños o a los simples, que están convencidos de poder engañar a alguien abierta e ingenuamente, sin pizca de malicia.
Casi siempre esconde cierta simpatía por el tipo de pícaro que hay detrás, y el acto de ejercer la picardía no pasa de ser una travesura, una trastada o trastería, una tunantada, una pillería o una jangada, acometidas con simpleza, cuquería, disimulo e incluso, cierta astucia y sagacidad. La picardía resulta de esta forma una cualidad no solo comprensible, sino capaz de proporcionar divertimento, sin encerrar maldad, ni daño ajeno en el hecho de ponerla en práctica. Habría que añadir la desvergüenza, entendida como la falta de ella a la hora de contar historias picantes sin pudor y sin afán de herir. A veces basta con decir que la persona en cuestión es un enredador, un descarado o un fresco.
La mala intención casi no existe en estos casos y tiene por objeto la pura diversión o sacar un provecho que no redunda en perjuicio de otra persona. Buena muestra serían las pequeñas mentiras o invenciones con las que los niños intentan zafarse de alguna reprimenda, las astucias de los estudiantes para copiar en los exámenes o las fantasías que los pedigüeños urden para sacar alguna moneda que no les sacará de pobres.
En un escalón ligeramente superior estarían los trileros y aquellos comerciantes que, incurriendo en un delito leve, engañan en el peso de la mercancía, haciéndolo a menudo. Aquí el intento de sacar provecho material es evidente. Ya no se ejerce la picardía por amor al arte, ni para salir del paso. Dentro de los sinónimos que incluye la palabra pícaro (menos benevolente que picardía), cuadraría el de bribones que se traduce como personas que estafan y roban, con lo que podemos estar seguros de la abundancia de ellos a día de hoy.
Bribonzuelo aún se aplica a los niños sin ninguna acritud, como pillastre o granujilla. La palabra pillo o granuja, aplicadas a personas adultas reviste cierta gravedad. Recuerdo que en algunos tebeos de los años sesenta, como Roberto Alcázar y Pedrín, siempre se empleaba el término “pillos” para designar a los malos.
A partir de estos términos referidos a los pícaros, si navegamos en el mundo de la delincuencia, podemos echar mano de otros sinónimos nada simpáticos, que designan un tipo de pícaro cada vez más detestable. Ser un villano incluye la capacidad de cometer acciones innobles y aunque también fue una palabra que aparecía en los comics de hace tiempo (sobre todo en los de los personajes de Marvel), no tiene apenas aplicación.
Si al pícaro le añadimos astucia podemos obtener un pájaro de cuenta, un perillán, un canalla, un sinvergüenza, un marrullero, alguien con el colmillo retorcido o con más conchas que un galápago, un jesuita que sabe algo más que latín, un chalán de cualquier trato y que sabe más que Lepe, un listo que campa a sus anchas, un zorro que se pone las botas mientras haya gallinas a las que desplumar. Nos vamos acercando a esos personajes tan de moda, con pocos escrúpulos, a los que les gusta actuar a lo grande, incluyendo en sus estafas a mucha gente. En esta categoría me arriesgo a incluir desde Roldán, el pícaro fugado y forrado, que siguió una tradición nunca desterrada en nuestro país, pero convertida en delito con la democracia, pasando por Mario Conde, Villalonga y Camacho, el de Gestcartera. Villalonga fue el primero en nuestro país de quien se hizo público el cobro supermillonario por el hecho de dejar su puesto como presidente de telefónica. Un cobro enmascarado en el término stock options, algo que se debe recordar ahora que se piensa en abaratar los despidos, reduciendo el número de días a pagar por año trabajado. Villalonga no solo no acabó en la cárcel, sino que fue fichado por una empresa norteamericana de comunicación, algo que también hizo un tal Jaume Matas, cuando en su feudo de Baleares empezaron a soplar vientos adversos.
Pero seguimos con el escalafón de pícaros delincuentes. Si añadimos la vileza, estamos añadiendo un punto de mayor desprecio hacia el pícaro en cuestión quien actúa con maldad, falsedad, cobardía y no le importa que sus acciones puedan tener como resultado la muerte de inocentes. El, para algunos, simpático Jesús Gil, ya difunto, participaría de todos los adjetivos antedichos, incluido el último. Comenzó a ser famoso como un constructor, cuyas obras en los Ángeles de San Rafael provocaron la muerte por derrumbamiento de varias personas. Y pagó más bien poco a la justicia, antes de convertirse en un hampón, ejemplo de lo que había de venir. Convirtió en casi normal lo canallesco. Fue un granuja consentido en los medios televisivos y radiofónicos, un rufián metido a político, que alcanzó a tener su feudo, incluidos vasallos y mesnadas. No podía llamarse de otra forma su partido, Gil y Gil. Su mayor triunfo fue vencer después de muerto, pues su filosofía rateril, tabernaria, autoritaria y mezquina quedó plantada como un árbol con fruto, tan podrido como la propia semilla, sembrada por aquel tripero, amigo de vestir gayumbos y guayabera.
Pareciera que no es posible picar más alto, sin embargo constato que aparte del, por fin retirado, presidente de los USA, permanece en activo alguien que a todo lo anterior añade la ruindad, es decir falsedad, hipocresía y traición, lo que convierte al personaje en un ser despreciable y mezquino. Don Silvio parece aspirar a ese puesto, después de haber recorrido los otros escalones de la picardía entendida en su sentido más amplio. Su último objetivo es hacer leyes a su medida y saltarse a la torera el sistema democrático del país que gobierna. Nunca le interesó un pimiento la salud de Eluana. Sin embargo, es capaz de ejercer como señor de la vida y la muerte, impidiendo que una petición, apoyada por la justicia italiana, para que Eluana ponga fin a su muerte en vida, sea legalmente ejecutada. Busca el aplauso de otros pícaros que absuelven a los negadores de holocaustos y se atribuyen el poder de negar la libertad del ser humano a la hora de elegir su propio destino. Por otra parte sus bromas sobre hundir pateras a cañonazos, seguidas de proclamas que han inducido a perseguir a los gitanos de Italia y a poner en peligro la vida de muchos de ellos, es algo que nos acerca la sombra abyecta del racismo fascista. A Berlusconi solo le falta un ejército de camisas negras y cambiar su uniforme de banquero por uno militar, para parecerse definitivamente a Don Benito, Mussolini, se entiende.
La abyección es el último escalón de la picaresca desalmada, la que carece de entrañas, a la que pertenecen los dictadores y asesinos de masas. Viven en el mundo actual y parecen estar infinitamente lejos. En realidad están aquí mismo, a tiro de piedra. Se llaman Obiang o Mugabe, como antes se llamaron Pinochet, Videla, Franco, Mussolini o Hitler.
Solo deseo que pícaros así desaparezcan de la faz de la tierra, que no vuelva ninguno parecido a ser engendrado y que nadie tenga ni remoto intención de emularlos.