La gaita de vivir en un lugar hermoso es ver como sus rincones se transforman y se afean por la mano del hombre. Ese proceso se acelera algunas veces o simplemente afecta a los lugares habituales por los que uno pasea. Son caminos estrechos que se ensanchan para poder meter el tractor cien metros más y de paso vallar sus bordes, tras cortar los quejigos que proporcionaban al sendero un cierto aire escondido que deja de existir. Son sotos en los que el criterio para devastar su arbolado no está nada claro y se cargan preciosos ejemplares que contribuían a crear rincones apetecibles para detenerse un rato, sentarse y disfrutar de la acogedora sombra y de la vista que, ahora, ha dejado paso a un aspecto general de ruina. Entre la broza, las ramas y los tocones pegados a la tierra se quedan los bidones de plástico que contenían el gasoil, afeando más si cabe el desolador paraje. Son escombreras que crecen junto al río en las que no se disimulan las basuras de todo tipo. Muestran hasta que punto estamos faltos de una verdadera educación que nos lleve a respetar el medio.
La belleza en el paisaje es algo subjetivo. Hay quien ama sumergirse entre los rascacielos de una jungla urbana, lo mismo que hay quien gusta de perderse en la penumbra de bosques solitarios, donde los ruidos cotidianos y la presencia humana son solo un eco impreciso en la memoria, que ni siquiera aflora cuando nos atrapan con su magia de musgos, líquenes, olores y fragancias que la naturaleza ha tardado tanto en crear.
Hoy es muy fácil con una Caterpilar de grueso calibre arrasar un pinar en cuatro días. Dejar cicatrices feas como demonios en lugares donde el hábitat llevaba decenas o centenares de años sin tocar. Pienso que el derecho de propiedad y la arbitrariedad de hacer las cosas de cualquier manera por el hecho de poseer un pedazo de tierra, un camino más o menos privado, es más sagrado en la práctica que las leyes que protegen los ríos, los senderos y los parajes de los que algunos disfrutamos. También, desde luego, mucho más sagrado que el sentido común.
No soy, ni puedo ser optimista en cuanto al futuro que nos depara el planeta, cuando veo bien cerca la alegría con la que seguimos emporcando y destrozando el paisaje inmediato, tanto el considerado público como el privado.
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