VIAJE A LA INDIA.
Cuando alguien como yo, que no ha viajado a la India, se plantea escribir sobre ese gran país, aparece un enjambre o maraña de imágenes dispersas, como piezas de un gigantesco puzzle, imposible, no solo de completar, sino de ofrecer una visión coherente de él.
Busco en revistas de viajes, a las que soy muy aficionado y encuentro gran cantidad de artículos. En ellos sus autores reconocen la misma incapacidad para condensar su esencia múltiple, volátil y a la vez permanente en tan solo unos folios y unas fotografías.
La tentación de recurrir a la historia para explicarla es como intentar sacar retales de un baúl, deshilachados, imposibles de hilvanar desde los márgenes a los que condenamos aquí toda historia que no se relacione directamente con Europa.
A los más antiguos habitantes se van superponiendo otros, venidos de las altiplanicies del centro de Asia, arios, mongoles, tibetanos, semitas del oeste, chinos y birmanos del este , negros africanos (llegados como esclavos al Gujarat)…
Surgen los tópicos, que sirven para China o Egipto. La presencia de ríos que nacen en un reino distinto al de la tierra, en un cielo de hielo hacia el que caminan, hoy como ayer, miles de peregrinos.
Nombres como el del monte Kailas, en el Tibet, evocan el profundo fervor hacia la madre tierra, de la que mana el agua sagrada. Agua de vida en la que se sumergen los yoghis, junto a nieves perpetuas y glaciares que también retroceden. Agua que trae la muerte cuando se une al imparable y torrencial monzón.
Los Himalayas cierran la frontera, que nunca fue impermeable, ni tampoco fácil de surcar. Desde el Techo del mundo donde habitan los dioses fluye la sangre transparente hacia la morada de los hombres, empeñados en vivir junto a su lecho, cada vez más oscuro en su viaje hacia el mar.
Los hindúes creen que a través del Ganges fluye la energía seminal de Siva y lo recuerdan con miles de lingams o falos de piedra junto a su curso.
Las religiones indias incluyen la creencia en la reencarnación como una forma de fundirse interminablemente con el cosmos cambiante, con la
vida que fluye en los bosques, el desierto, los montes, las aldeas y también las ciudades. Animales sagrados como los elefantes esculpidos en piedra se mezclan con mujeres y hombres que se aman, mostrando abiertamente la importancia del sexo en barrocas fachadas de piedra, tan habitadas de imágenes como lo están de humanos las populosas calles de Calcuta, de Delhi, de Bombay…
En pocos lugares de la tierra los contrastes son tan radicales como en India. Sus marajás fueron lo que hoy son los emires del petróleo, al menos en imagen de derroche y lujo desmedido.
Sus mendigos se cuentan por millones.
La India tiene proyectos de viajes turísticos al espacio, mientras hay zonas cuyo acceso solo es posible a pie y con gran esfuerzo.
Mientras hay sitios, sobre todo en las montañas, que apenas se han transformado en su paisaje, Bhopal representa el “Chernobil” indio, una ciudad envenenada.
Un pasado cargado de tradiciones.
El presente no las arrincona, las incorpora como si fueran nuevas piezas de un gigantesco edificio, en el que caben todos los colores, todos los seres.
Unos desaparecen. Enseguida otros nacen y los sustituyen. Permanece la división social en castas.
Desaparecen poco a poco especies animales como el tigre.
Surge una industria de cine, con tanto eco como la de Holiwood y con más adeptos (al menos en Asia y parte de África)
En la India se desguazan los barcos inservibles que desecha occidente (Salgado retrató a los peones que, por poco dinero, hacen una labor de hormigas).
En el país de Ghandi y de la no violencia, sus fronteras son una fuente continua de conflictos (Sobre todo con Pakistán y China). Lástima que un país tolerante, no pudiera albergar en su seno a hindúes y musulmanes.
Quizá si algún día tenemos la oportunidad de ir a la India, lo mejor sería dejar a un lado la memoria y visitarla como recién nacida para nuestros sentidos.
Claro que al poco tiempo habrá cambiado, aunque sea la misma.