ESA MUJER SIN ROSTRO
Miro a la muerte igual
que a una mujer sin rostro
que volviese la esquina
en una calle ignota,
de una ciudad
que nunca he recorrido.
No temeré seguirla,
pues sé que mi destino
es, indudablemente,
ir de su mano un día.
He sentido marcharse a los amigos
en medio de la vida,
cargados de proyectos,
sin una despedida.
Cada partida duele
por la oquedad que deja
en esa estancia que se va despojando
por airadas de otoño.
En cada soplo se llevan
una hoja del árbol del recuerdo.
Pero siempre nos queda una sonrisa,
un gesto, un rasgo, una semilla
apenas perceptible, que de nuevo germina.
La honda raíz de los afectos
es el junco en el agua,
el mimbre que soporta
la navaja afilada,
blandida por el tiempo.
Nadie se vuelve atrás
cuando dobla la esquina
ni llega a adivinar
si la ciudad existe y es hermosa,
si más allá de la materia inerte
como única certeza
no engendra la ceniza nueva vida
y recorre despacio
la tierra, el agua, el aire,
como seres distintos
que siguen empeñados en vagar
sin siquiera saberlo.