Aunque no tan duradero como el plástico, el tejido de diferentes materiales también está presente en esta galería de objetos perdidos, abandonados, tirados, dejados a propósito... Yo mismo he perdido prendas de vestir, sobre todo jerséis, en más de un bosque. Lo lógico es dejárselos en trenes, buses, parques. En las orillas de ríos y pantanos resultan, como ciertos juguetes, algo mucho menos impersonal que todos los objetos de plástico. Alguien vistió o se puso esas camisas, guantes, monos, o se protegió bajo los paraguas hoy desvarillados. Son lo más cercano a los esqueletos animales, que también aparecen salpicados, cambiando su color, del blanco al ocre que le proporciona la patina del tiempo. Las prendas también se decoloran y se van enterrando en las arenas, deshilachándose, consumiéndose. Antes de ello, ponen unas notas de color en la grisura monótona del barro. A diferencia de las botellas de plástico, ningún resto de ropa es igual. Cada uno queda dibujando la forma que la corriente de crecida le ha otorgado hasta que la próxima lo mueva, lo voltee o acabe por enterrarlo como objeto auténticamente arqueológico, enterrado en estratos que no verán la luz en mucho tiempo. Quizá sea el suficiente para que su materia se disuelva y desaparezca, sin dejar huella de si mismos ni de quien los usó.
El olmo de la imagen, La Olma, era un ejemplar de dicho árbol que, como tantos otros, murió por la enfermedad de la grafiosis. Los que la conocimos y disfrutamos, los que estuvimos albergados bajo su sombra, llegamos a amarlo como a un personaje más de un lugar diminuto, llamado Riocavado de la Sierra.
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