LOS CABALLITOS
Solo una vez al año, por septiembre, cuando aún jugábamos todos los días
en la calle hasta hacerse de noche, llegaba el tiovivo, el único que adornaba
la pequeña feria de barracas que durante tres días animaba la esquina entre la
carretera, la Florida y los Soportales. Junto a él, la churrería de
Lorenzo, donde supe por primera vez a
qué sabían los churros. Me gustaba aplastarlos en el azúcar del fondo para
endulzarlos. No eran muchos y por eso los degustaba despacio, mientras miraba
dar vuelta al tiovivo de los caballitos. Así llamamos en adelante a todas las
ferias, fuera grande o pequeña, los caballitos. Entonces todos eran caballos de
madera fijados a una barra, subiendo y bajando. No había ambulancias, ni coches
de bomberos o de carreras, motos o aviones. Eran caballos blancos, negros,
tordos, pintados con colores brillantes
y llamativos que se reflejaban en los fragmentos de espejos colocados como
mosiacos, multiplicando las imágenes, las luces, el colorido, los padres y los niños
que miraban. Montarse en ellos era entrar en un espacio aparte, donde por breves minutos parecías
vivir en un mundo de fantasía donde los personajes dibujados en el techo y en
los paneles del eje central en cualquier momento podían empezar a hablar. Con
cuatro o cinco años, miraba con la boca bien abierta todos y cada uno de los
detalles que me envolvían. Cada caballo tenía su nombre, sobre todo aquellos
que aparecían en los libros de historia o en las novelas. Rocinante, el caballo
de Don Quijote, que allí era un corcel blanco, nada escuálido, galopando veloz
como el viento, con las crines revueltas y esparcidas por su poderoso cuello.
Babieca, el caballo del Cid, que fue capaz de ganar una batalla con el cadáver
de aquel famoso personaje a su grupa, infundiendo el miedo entre sus enemigos,
según cuenta la tradición. Dicen que murió dos años después que el Cid, con
cuarenta años. Bucéfalo, el caballo azabache de Alejandro, que solo se dejaba
montar por él, resultaba dócil, allí quieto, en la barra de madera, aunque
pareciese encabritado. Tornado, el caballo del Zorro, que siempre acude cuando
lo necesita. Silver, el caballo blanco del Llanero Solitario, en el que
recorrió montado, el viejo Oeste. Marengo, el valiente caballo de Napoleón, que
le acompañó hasta su derrota en Waterloo. Hasta había un Pegaso con sus alas
desplegadas, donde todos los niños queríamos montar porque no era lo mismo la
sensación de correr que la de poder volar, aunque l recorrido y el sube y baja
fuera igual para todos. Era el tiempo de soñar, cuando todo estaba aún por
descubrir, cuando éramos capaces de pasar como culebras por debajo de las
puertas para coger puñados de coloridos papeles de faisán, cuando podíamos orinar
junto a los pasos de Semana Santa sin que nos llevasen presos o nos cayese una
buena bronca. El tiempo de la inocencia
que nos llevaba a creer en caballos voladores o pensar que Pulgarcito,
Bolita, Caperucita Roja o el Gato con Botas eran más cercanos que cualquiera de
esos pueblo o ciudades de los que oíamos hablar pero que tardaríamos en
visitar, Haro, Zarratón, Labastida...
Pasado ese tiempo, mucho después volví a ver esa misma ilusión y esa
inocencia reflejada en otras caras, en otros niños y niñas que se subían al
tiovivo entusiasmados, con la prisa por alcanzar su caballo o su asiento
favorito. Nada cambia, aunque ya no sean caballitos o estos se conviertan en
naves espaciales que les lleven al mismo lugar, ese espacio infinito de la
imaginación que nunca deberíamos perder
y que nos acompaña siempre, aunque olvidemos poco a poco que lo llevamos
dentro.
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