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miércoles, 15 de abril de 2020


LOS CABALLITOS

Solo una vez al año, por septiembre, cuando aún jugábamos todos los días en la calle hasta hacerse de noche, llegaba el tiovivo, el único que adornaba la pequeña feria de barracas que durante tres días animaba la esquina entre la carretera, la Florida y los Soportales. Junto a él, la churrería de Lorenzo,  donde supe por primera vez a qué sabían los churros. Me gustaba aplastarlos en el azúcar del fondo para endulzarlos. No eran muchos y por eso los degustaba despacio, mientras miraba dar vuelta al tiovivo de los caballitos. Así llamamos en adelante a todas las ferias, fuera grande o pequeña, los caballitos. Entonces todos eran caballos de madera fijados a una barra, subiendo y bajando. No había ambulancias, ni coches de bomberos o de carreras, motos o aviones. Eran caballos blancos, negros, tordos,  pintados con colores brillantes y llamativos que se reflejaban en los fragmentos de espejos colocados como mosiacos, multiplicando las imágenes,  las luces, el colorido, los padres y los niños que miraban. Montarse en ellos era entrar en un espacio  aparte, donde por breves minutos parecías vivir en un mundo de fantasía donde los personajes dibujados en el techo y en los paneles del eje central en cualquier momento podían empezar a hablar. Con cuatro o cinco años, miraba con la boca bien abierta todos y cada uno de los detalles que me envolvían. Cada caballo tenía su nombre, sobre todo aquellos que aparecían en los libros de historia o en las novelas. Rocinante, el caballo de Don Quijote, que allí era un corcel blanco, nada escuálido, galopando veloz como el viento, con las crines revueltas y esparcidas por su poderoso cuello. Babieca, el caballo del Cid, que fue capaz de ganar una batalla con el cadáver de aquel famoso personaje a su grupa, infundiendo el miedo entre sus enemigos, según cuenta la tradición. Dicen que murió dos años después que el Cid, con cuarenta años. Bucéfalo, el caballo azabache de Alejandro, que solo se dejaba montar por él, resultaba dócil, allí quieto, en la barra de madera, aunque pareciese encabritado. Tornado, el caballo del Zorro, que siempre acude cuando lo necesita. Silver, el caballo blanco del Llanero Solitario, en el que recorrió montado, el viejo Oeste. Marengo, el valiente caballo de Napoleón, que le acompañó hasta su derrota en Waterloo. Hasta había un Pegaso con sus alas desplegadas, donde todos los niños queríamos montar porque no era lo mismo la sensación de correr que la de poder volar, aunque l recorrido y el sube y baja fuera igual para todos. Era el tiempo de soñar, cuando todo estaba aún por descubrir, cuando éramos capaces de pasar como culebras por debajo de las puertas para coger puñados de coloridos papeles de faisán, cuando podíamos orinar junto a los pasos de Semana Santa sin que nos llevasen presos o nos cayese una buena bronca. El tiempo de la inocencia  que nos llevaba a creer en caballos voladores o pensar que Pulgarcito, Bolita, Caperucita Roja o el Gato con Botas eran más cercanos que cualquiera de esos pueblo o ciudades de los que oíamos hablar pero que tardaríamos en visitar, Haro, Zarratón, Labastida...

Pasado ese tiempo, mucho después volví a ver esa misma ilusión y esa inocencia reflejada en otras caras, en otros niños y niñas que se subían al tiovivo entusiasmados, con la prisa por alcanzar su caballo o su asiento favorito. Nada cambia, aunque ya no sean caballitos o estos se conviertan en naves espaciales que les lleven al mismo lugar, ese espacio infinito de la imaginación que nunca deberíamos perder  y que nos acompaña siempre, aunque olvidemos poco a poco que lo llevamos dentro.

1 comentario:

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