SOBRE EL
LIBRO EL RUIDO DEL TIEMPO
Convertir en
sagrada la abyección
como si
fuera lo más natural
acallar la
palabras y la música
exigir el
silencio o expresarse al dictado.
Suicidarse
para sobrevivir.
Aún muerto,
te reclama tu obra
te interroga
y te escupe a la cara
con su sola
presencia.
Luces de
libertad,
inquietos
pájaros sobrevolando el miedo,
abrazando
con fuerza la desbocada juventud
la cima
incontestable del deseo,
acariciada
apenas un instante.
Lo sublime
se expone a no ser invisible.
Nada es
gratis y menos aún la gloria
cuando el
poder reclama la factura
el óbolo que
obliga al creador
a formar
parte del séquito.
La
ingenuidad de Shakespeare nos llega
un poco a
todos, al pensar como él
que los
tiranos albergan pesadillas
y son
acosados por espectros de sus asesinados
y sufren, en
el fondo, sus infamias.
La terrible
verdad es, sin embargo que: “si penetras bajo la piel de uno de ellos y
atraviesas una capa tras otra, descubrirás que la textura no cambia, que el
granito envuelve más granito y no hay una caverna de conciencia que encontrar”.
¿Y los demás
que esperan del artista
que elabora
su obra en los infiernos?
¿Qué salte
la ventana y se desprenda
del pegajoso
abrazo de la hidra?
¿Qué arriesgue
las vidas que no tiene
en ser un
héroe por cada una de ellas
para saciar
el hambre de espectáculo?
La puerta
del infierno cristiano, en Santa Fe de Conques, muestra la boca abierta de de
un monstruo que traga incansablemente a sus víctimas desnudas, sin nada que les
identifique salvo el sexo. Acaban siendo iguales los graves militares, los
burócratas grises, los músicos geniales, los obreros que se atrevan a pensar,
las mujeres que deciden por sí mismas…
No hace
falta siquiera rebeldía. Cualquiera puede ser víctima, tanto por sus palabras y
sus actos como por sus silencios y omisiones.
Solo quedan
las sombras que proyectan las siluetas de los que sobreviven a artistas y
tiranos y a cualquier situación. Ellos nunca serán tachados de cobardes. No
serán ni mártires ni héroes. Tan solo ejecutores en la sombra. Las células
siamesas, uniformes, necesarias e imprescindibles para alimentar la tiranía,
los diablos que nutren de almas las calderas, mirando de reojo, siempre, hacia
el tirano.
Ellos
ignorarán siempre a Chejov porque nunca escribirán nada, excepto las denuncias.
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