Tanto
ésta como la playa siguiente (Calitjá) no salen fácilmente en los mapas, ya que
su accesibilidad no es tan cómoda como la siguiente, Cala Montjoi, que si está
en los mapas es gracias a la presencia del Bulli, el famoso restaurante de
Ferrán Adriá. La llegada a Cala Montjoi me resulta inaudita porque la senda de
la GR92 desaparece de repente, como por ensalmo y hay que seguir el rastro de
otros perplejos, hasta que, al final, me veo obligado a remontar hasta la
pista. Me acuerdo entonces de los seis o siete millones de subvención con que
han sido obsequiados varios insignes cocineros con dinero público, entre ellos
Ferrán Adriá, y al primer coche que pasa con la ventanilla bajada, le grito “Macagüen
el Bulli de los cojones”. Al parecer no es de mucho interés que viajeros
mochileros, quienes jamás se gastarán los tropecientos euros que cuesta el
cubierto en el reputado restaurante, tengan fácil el acceso a tan insigne
lugar. Quizá es solo coincidencia, pero es otro sinsentido más de los que pare
este país a diario
LOS CABALLITOS Solo una vez al año, por septiembre, cuando aún jugábamos todos los días en la calle hasta hacerse de noche, llegaba el tiovivo, el único que adornaba la pequeña feria de barracas que durante tres días animaba la esquina entre la carretera, la Florida y los Soportales. Junto a él, la churrería de Lorenzo, donde supe por primera vez a qué sabían los churros. Me gustaba aplastarlos en el azúcar del fondo para endulzarlos. No eran muchos y por eso los degustaba despacio, mientras miraba dar vuelta al tiovivo de los caballitos. Así llamamos en adelante a todas las ferias, fuera grande o pequeña, los caballitos. Entonces todos eran caballos de madera fijados a una barra, subiendo y bajando. No había ambulancias, ni coches de bomberos o de carreras, motos o aviones. Eran caballos blancos, negros, tordos, pintados con colores brillantes y llamativos que se reflejaban en los fragmentos de espejos colocados como mosiacos, multiplicando las imágenes, las...
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