Al
llegar a l´Escala, lo primero que veo un restaurante gallego en lo alto de
una calle, lo que después de diez horas de marcha comienza a remover mis jugos gástricos.
En la misma vía del restaurante, pero más abajo, encuentro el hostal Poch, un
lugar regentado por un padre y un hijo. Éste, a pesar de sus más de cuarenta
años, parece tener que consultar todo, absolutamente todo, con su progenitor.
Me hacen un buen precio por una habitación doble. Las camas tienen colchas
floreadas de tonos rosados y la mesa no pueden ser más kitch, sin embargo la
posibilidad de ducharme en una bañera, sin tener que cumplir antes con el
ritual de montar la tienda de campaña e ir hasta el lugar de las duchas
comunes, la disfruto con muchas ganas.
LOS CABALLITOS Solo una vez al año, por septiembre, cuando aún jugábamos todos los días en la calle hasta hacerse de noche, llegaba el tiovivo, el único que adornaba la pequeña feria de barracas que durante tres días animaba la esquina entre la carretera, la Florida y los Soportales. Junto a él, la churrería de Lorenzo, donde supe por primera vez a qué sabían los churros. Me gustaba aplastarlos en el azúcar del fondo para endulzarlos. No eran muchos y por eso los degustaba despacio, mientras miraba dar vuelta al tiovivo de los caballitos. Así llamamos en adelante a todas las ferias, fuera grande o pequeña, los caballitos. Entonces todos eran caballos de madera fijados a una barra, subiendo y bajando. No había ambulancias, ni coches de bomberos o de carreras, motos o aviones. Eran caballos blancos, negros, tordos, pintados con colores brillantes y llamativos que se reflejaban en los fragmentos de espejos colocados como mosiacos, multiplicando las imágenes, las...
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