El
día 17 de julio, domingo, se puede decir que he comenzado a penetrar en el
meollo turístico. Después de dejar el camping Ampurdanés, de amanecida, (como
no con su currante de mantenimiento rumano y, tal vez, sus limpiadoras
sudamericanas, como en los campings de Colera y de Port de la Selva), he recorrido
todo el paseo marítimo de Rosas, hasta que el primer aigüamol me ha cortado el
paso y he tenido que abandonar la carcanía de la playa. Por suerte he
encontrado un sitio agradable en el que desayunar, regentado por una mujer
joven, de aspecto dulce y simpática y un negrito amante de reagge, que era
quien servía las mesas. Me he acordado de cuando Mamen estuvo trabajando por
aquí un par de temporadas. El croissant calentito estaba de vicio. Ha sido un
buen intermedio para un posterior largo recorrido circunvalando la mayor
urbanización europea permitida y construida sobre algo semejante a unos
pantanos. Resulta algo fatal para el caminante, que no encuentra el puente
adecuado para cruzar y seguir camino.Uno se ve
obligado a alejarse hasta la carretera que lleva de Rosas a Besalú. Bien temprano ya se ven navegantes que
calientan los motores de sus lanchas a motor acuáticas para salir luego hasta
el mar a hacer trompos y carreras desaforadas. La agencia inmobiliaria Hoffman
tiene carteles de venta por todas partes, pero el acento que más escucho es el
francés, de hecho una de las personas que interrogo para encontrar la salida de
Ampuria Brava, hablaba esa lengua y parecía ser francés.
LOS CABALLITOS Solo una vez al año, por septiembre, cuando aún jugábamos todos los días en la calle hasta hacerse de noche, llegaba el tiovivo, el único que adornaba la pequeña feria de barracas que durante tres días animaba la esquina entre la carretera, la Florida y los Soportales. Junto a él, la churrería de Lorenzo, donde supe por primera vez a qué sabían los churros. Me gustaba aplastarlos en el azúcar del fondo para endulzarlos. No eran muchos y por eso los degustaba despacio, mientras miraba dar vuelta al tiovivo de los caballitos. Así llamamos en adelante a todas las ferias, fuera grande o pequeña, los caballitos. Entonces todos eran caballos de madera fijados a una barra, subiendo y bajando. No había ambulancias, ni coches de bomberos o de carreras, motos o aviones. Eran caballos blancos, negros, tordos, pintados con colores brillantes y llamativos que se reflejaban en los fragmentos de espejos colocados como mosiacos, multiplicando las imágenes, las...
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