Me
cruzo con pescadores. Los primeros son niños que presumen de sus capturas. Más
adelante, una familia numerosa y musulmana, se recrea en la sombra que ya
envuelve la pequeña cala de piedras menudas. En la última, tras el pertinente
cartel que anuncia la zona naturista, dos perejas de hombres buscan la
discreción de un lugar que se convierte en invisible desde el pueblo. A partir
de ahí la senda se separa de la línea de costa y se hace pedregosa y polvorienta.
LOS CABALLITOS Solo una vez al año, por septiembre, cuando aún jugábamos todos los días en la calle hasta hacerse de noche, llegaba el tiovivo, el único que adornaba la pequeña feria de barracas que durante tres días animaba la esquina entre la carretera, la Florida y los Soportales. Junto a él, la churrería de Lorenzo, donde supe por primera vez a qué sabían los churros. Me gustaba aplastarlos en el azúcar del fondo para endulzarlos. No eran muchos y por eso los degustaba despacio, mientras miraba dar vuelta al tiovivo de los caballitos. Así llamamos en adelante a todas las ferias, fuera grande o pequeña, los caballitos. Entonces todos eran caballos de madera fijados a una barra, subiendo y bajando. No había ambulancias, ni coches de bomberos o de carreras, motos o aviones. Eran caballos blancos, negros, tordos, pintados con colores brillantes y llamativos que se reflejaban en los fragmentos de espejos colocados como mosiacos, multiplicando las imágenes, las...
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