EL CUENTO DE NUNCA ACABAR
Aún no había visto “El jardinero fiel” y hace poco que leí la novela. La película tiene el mismo tratamiento de “puzzle” que la novela. También deja el mismo regusto amargo de un África sin soluciones, campo de pruebas de las multinacionales, paraíso de la corrupción a gran escala, un espejismo cada vez más poblado, donde la muerte campa a sus anchas.
Junto a la belleza mineral del lago Turkana, la fealdad muchedúmbrica del barrio de Kibera, en Nairobi, rebosante de gente. Entre la basura y la pobreza, los cantos y la frágil sonrisa de los niños.
Son estos extremos los que encierran la seducción que África ejerce sobre mí y creo que, también, sobre otros muchos.
A pesar de las selvas arrasadas, hay semillas prestas a germinar.
A pesar de la presencia de la muerte en tantos sitios, la vida rebosa en multitud de rostros que albergan esperanzas.
Hay dos escenas que no están en la novela, que considero clave en la película.
En la primera el protagonista, desde su cuatro por cuatro deja marchar a un niño de doce años, con su sobrino recién nacido en brazos, a pesar de que deberá andar cuarenta kilómetros a pie hasta llegar a su aldea.
En la otra, el piloto de un avión hace descender a un niño y lo deja a su suerte en una aldea atacada por bandidos (Ya sabemos como las gastan en Darfur).
En ambas escenas, la razón para no involucrarse es que si ayudan a un africano, debarán hacerlo con millones y eso no es posible.
Algo parecido sirve de polémica entre periodistas. ¿Vale más la foto y no inmiscuirse, que salvar una vida cuando es posible, aunque se resienta la noticia?
¿A qué se debe el hombre si no es a sí mismo?
A la hora de la verdad no parece ser así.
Siempre aparecen escudos que nos protegen y nos justifican para no hacer nada.
Mientras tanto ha reventado otro oleoducto en Nigeria (cerca de Lagos). ¡Tanta riqueza alimentando cada vez más pobreza!
África no es solo un campo de pruebas en cuestiones de salud. Muchos piensan que el SIDA fue el fruto de algún experimento. Las ciudades crecen tan rápido que los nuevos habitantes no tienen lugar de acogida ni un mísero trabajo. El fenómeno no es nuevo pero lo explosivo de la situación tal vez si.
Si es nuevo el desarraigo de los niños soldados, a los que se unen los millones de huérfanos del sida. También es cada vez más evidente la desintegración de familias y de aldeas.
Siempre tendemos a eludir las conexiones entre el petróleo africano que consumimos y la pobreza de los que lo ven pasar ante sus narices sin poder comprarlo ni consumirlo.
Tampoco solemos dar mucha importancia a la relación entre el tráfico de armas a gran escala y la huida que provocan las guerras (hechas con esas armas) hacia nuestra sociedad del bienestar. Tampoco pensamos de donde provienen los diamantes que lucen los ricos entre ricos, ni en las manos cortadas que ha traído consigo su recolección, ni en la gente que han obligado a desplazar.
Tenemos tendencia a pensar en Africa como un continente condenado, a pesar de que son cada vez más los que se acuerdan de que existe.
Tal vez queda solo la esperanza de no sucumbir entre el óxido y la sal del Turkana.
No permanecer inertes, como una piedra más que nunca dijo nada.