De "Camino a Peñagembres", que algún día verá la luz como publicación, espero
ALEG-RIO
Solo su evocación es fuente de alegría, ...
cuánto más recorrerlo y vivirlo
arrastrando los pies en su corriente.
ALEG-RIO
Solo su evocación es fuente de alegría, ...
cuánto más recorrerlo y vivirlo
arrastrando los pies en su corriente.
Fue el Oja el primer río
que aprendí a gozar y respetar.
En los inviernos era una frontera,
apenas intuida, alejada del juego,
despojada de música,
cubierta de silencio,
habitada de viento y hojas muertas.
Nada se nos perdía en sus orillas.
Dormían los cangrejos y las truchas.
Era un hogar seguro la Florida
y su almohada marchita,
tejida en las acacias.
Pero abril parecía encender la luz del soto
y un reclamo oloroso surgía de los chopos.
Los senderos volvían a nacer
y túneles de pámpanos
acariciaban el rostro de los niños.
Clavábamos las uñas
en la piel blanda de los álamos
para poder oler su savia.
Hacíamos silbatos con sus ramas tiernas.
Íbamos, poco a poco,
acercándonos al concierto
cada vez más ruidoso de la orilla.
Ranas, pájaros, abejas, mosquitos, mariposas,
además del aroma de las flores silvestres,
orquestaban la seductora música
que dirigía el río,
colmado de deshielo.
Misteriosas veredas
nos llevaban a descubrir la jungla,
sin tigres, ni leopardos,
pero si con arañas colgadas
en sus laberintos de finísimo cristal
brillando al sol y culebras
huyendo sigilosas de la presencia humana.
La hierbabuena de río despedía
una fragancia fresca que lo envolvía todo
y se iba convirtiendo en una referencia,
inevitable y necesaria, del recuerdo.
que aprendí a gozar y respetar.
En los inviernos era una frontera,
apenas intuida, alejada del juego,
despojada de música,
cubierta de silencio,
habitada de viento y hojas muertas.
Nada se nos perdía en sus orillas.
Dormían los cangrejos y las truchas.
Era un hogar seguro la Florida
y su almohada marchita,
tejida en las acacias.
Pero abril parecía encender la luz del soto
y un reclamo oloroso surgía de los chopos.
Los senderos volvían a nacer
y túneles de pámpanos
acariciaban el rostro de los niños.
Clavábamos las uñas
en la piel blanda de los álamos
para poder oler su savia.
Hacíamos silbatos con sus ramas tiernas.
Íbamos, poco a poco,
acercándonos al concierto
cada vez más ruidoso de la orilla.
Ranas, pájaros, abejas, mosquitos, mariposas,
además del aroma de las flores silvestres,
orquestaban la seductora música
que dirigía el río,
colmado de deshielo.
Misteriosas veredas
nos llevaban a descubrir la jungla,
sin tigres, ni leopardos,
pero si con arañas colgadas
en sus laberintos de finísimo cristal
brillando al sol y culebras
huyendo sigilosas de la presencia humana.
La hierbabuena de río despedía
una fragancia fresca que lo envolvía todo
y se iba convirtiendo en una referencia,
inevitable y necesaria, del recuerdo.
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