RESCATES
Cada año antes, incluso
de llegar el verano, comienza la temporada de rescates en montaña. Los
barrancos aún bajan con un buen trago de agua, lo que impide que la gente menos
avezada se arriesgue a encontrarse con corrientes demasiado fuertes o a que el
frío en algunos tramos sea todavía excesivo. El mayor peligro está en aquellos
lugares en los que se acumula la nieve (este año ha caido hasta muy tarde) y en
los cambios repentinos de tiempo que pueden sorprender a los que se arriesgan
sin tener la pericia o la previsión suficiente.
En la mayoría de los casos el exceso de
confianza hace ver la montaña como una especie de parque temático, donde los
peligros no están muy a la vista y solo se sienten cuando se convierten en algo
inevitable. El afán de fotografiar todo ha llevado en algún caso a mirar solo a
través de la cámara sin darse cuenta de que el suelo desaparecia bajo los pies
del fotógrafo que pretendía retratar una cascada desde lo alto y en primer
plano. Calzarse como si uno fuera de botellón o al parque de su ciudad es otra
forma habitual de sufrir un resbalón y acabar con una torcedura, un esguince o
una rotura que obligue a intervenir al helicóptero del GREIM y a ser noticia en
los papeles de la mañana siguiente.
Solamente una vez asistí
al rescate de una persona que se rompió una vertebra lumbar después de
atreverse a saltar en la poza que hay en el Yaga, bajo el pueblo de Escuaín.
Calculó mal la inclinación de su cuerpo al caer y se inclinó hacia atrás por lo
que los catorce metros de altura que tiene el salto resultaron fatales. Me
quedé con él cerca de una hora esperando al helicóptero. Se vió obligado a
hacer varios intentos de acercamiento porque hacía viento y el lugar, aparte de
escarpado era muy estrecho para poder aterrizar. Toda la operación de rescate
tuvo que hacerse con el helicoptero en marcha, sosteniéndose en el aire
mientras dos guardias civiles descendían con una camilla y arneses para amarrar
al herido y poder izarlo desde las rocas en las que nos encontrábamos, en la
confluencia del Yaga con otro barranco que descendía desde Catillo Mayor. Me
pareció espectacular aquella operación, tan necesaria para sacar a aquel joven de aquel auténtico
agujero, del que era incapaz de salir por su propio pie y del que habría sido
muy trabajoso llevar en parihuelas hasta el aparcamiento, trescientos metros
por encima o a Estaroniello, a un par de quilómetros de sinuoso sendero. Cuando
hubo concluido todo el protocolo de rescate, contemplé como se elevaba el
helicóptero con la camilla colgando. Imagino que en algún momento del trayecto
lo elevarían hasta la cabina o tal vez la pericia del piloto era tal que podía
llevarlo de aquella guisa hasta Boltaña y depositarlo sin problema antes de
aterrizar y traspasar al herido a una ambulancia. Me quedé con la duda de cómo
había sido el viaje.
En aquel caso la mala
suerte fue quizá el principal factor a la hora de provocar el accidente, pero
en la mayoría de los casos la falta de prudencia o el exceso de confianza en
uno mismo, cuando se está poco acostumbrado a frecuentar un medio tan diferente
al habitual, son una causa evitable de accidentes, más graves cuanto más se
ignoran las más elementales precauciones. Para disfrutar de la montaña lo
primero que hay que hacer es respetarla, conocerla y no pasar por ella como los
superhéroes de los comics, sabiendo los límites que cada uno tiene para poder
gozar de un medio que a todos nos depara momentos de gozo irrepetible.
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