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viernes, 16 de agosto de 2013


A la mañana siguiente dormí hasta las ocho. Hasta las nueve no daban el desayuno, así que he decidido dar una vuelta por el pueblo, vacío de gente. Ni siquiera la había en el paseo marítimo, solamente algún andarín madrugador y algún empleado de los hoteles estaban a la vista. Me gusta la imagen de las calles vacías que van a desembocar en el mar. Su geometría no se ve interrumpida por la gente que pulula. La luz, además, es un elemento que ayuda a definir las líneas y los colores de esas calles vacías. La iglesia tiene una portada barroca nada ostentosa. Algunas esculturas de piedra que parecen salidas de la misma mano, adornan su portada, ancha y alta. Cuando he vuelto aún no eran las nueve. He hecho la mochila y luego he bajado a desayunar. Una pareja intentaba convencer al hijo del dueño del hostal para que les sirviese el desayuno cinco minutos antes de la hora marcada. Él les explicaba, al principio amablemente, que no podía dejar lo que estaba haciendo por atenderles a ellos. Primero debía cumplir su rutina diaria de preparar todas las mesas, con sus tazas, croissans, bollos de pan y luego ya les atendería. Como la pareja insistía, casi ha logrado que se enfade el hostelero, pero al final han comprendido que no valía la pena porfiar por cuatro minutos más o menos y se han sentado sin volver a rechistar. Ella era brasileña y él catalán y cristiano (lo sé porque me lo ha dicho, sin venir a cuento), tal vez de CiU. Decía que no estaba de acuerdo con el derroche que suponía la visita papal a nuestro país. Algunas reivindicaciones del 15M le parecían bien, pero los últimos cupantes de la plaza Cataluña, según él, debían de ser todos antisistema y lo único que hacían era emporcarla. Empezó a hablarme sobre la última iniciativa, no sé de quien, de permitir votar a los marroquíes (la verdad que a juzgar por lo que he visto, solo en la costa son tropecientos mil). Sobre ese tema ya no hemos profundizado. La mujer, entretanto, ha salido a fumar fuera del local. Al acabar de desayunar he pagado la cuenta, he subido a por la mochila y, antes de salir por la puerta del hostal, he oído de nuevo al hostelero recitarme de nuevo los versos de Machado” Caminante no hay camino…”. No sé por qué me ha recordado a mi primo Enrique, de Logroño.

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