A
la mañana siguiente dormí hasta las ocho. Hasta las nueve no daban el desayuno,
así que he decidido dar una vuelta por el pueblo, vacío de gente. Ni siquiera
la había en el paseo marítimo, solamente algún andarín madrugador y algún
empleado de los hoteles estaban a la vista. Me gusta la imagen de las calles vacías
que van a desembocar en el mar. Su geometría no se ve interrumpida por la gente
que pulula. La luz, además, es un elemento que ayuda a definir las líneas y los
colores de esas calles vacías. La iglesia tiene una portada barroca nada
ostentosa. Algunas esculturas de piedra que parecen salidas de la misma mano,
adornan su portada, ancha y alta. Cuando he vuelto aún no eran las nueve. He
hecho la mochila y luego he bajado a desayunar. Una pareja intentaba convencer
al hijo del dueño del hostal para que les sirviese el desayuno cinco minutos
antes de la hora marcada. Él les explicaba, al principio amablemente, que no
podía dejar lo que estaba haciendo por atenderles a ellos. Primero debía
cumplir su rutina diaria de preparar todas las mesas, con sus tazas, croissans,
bollos de pan y luego ya les atendería. Como la pareja insistía, casi ha
logrado que se enfade el hostelero, pero al final han comprendido que no valía
la pena porfiar por cuatro minutos más o menos y se han sentado sin volver a
rechistar. Ella era brasileña y él catalán y cristiano (lo sé porque me lo ha
dicho, sin venir a cuento), tal vez de CiU. Decía que no estaba de acuerdo con
el derroche que suponía la visita papal a nuestro país. Algunas reivindicaciones
del 15M le parecían bien, pero los últimos cupantes de la plaza Cataluña, según
él, debían de ser todos antisistema y lo único que hacían era emporcarla.
Empezó a hablarme sobre la última iniciativa, no sé de quien, de permitir votar
a los marroquíes (la verdad que a juzgar por lo que he visto, solo en la costa
son tropecientos mil). Sobre ese tema ya no hemos profundizado. La mujer,
entretanto, ha salido a fumar fuera del local. Al acabar de desayunar he pagado
la cuenta, he subido a por la mochila y, antes de salir por la puerta del
hostal, he oído de nuevo al hostelero recitarme de nuevo los versos de Machado”
Caminante no hay camino…”. No sé por qué me ha recordado a mi primo Enrique, de
Logroño.
LOS CABALLITOS Solo una vez al año, por septiembre, cuando aún jugábamos todos los días en la calle hasta hacerse de noche, llegaba el tiovivo, el único que adornaba la pequeña feria de barracas que durante tres días animaba la esquina entre la carretera, la Florida y los Soportales. Junto a él, la churrería de Lorenzo, donde supe por primera vez a qué sabían los churros. Me gustaba aplastarlos en el azúcar del fondo para endulzarlos. No eran muchos y por eso los degustaba despacio, mientras miraba dar vuelta al tiovivo de los caballitos. Así llamamos en adelante a todas las ferias, fuera grande o pequeña, los caballitos. Entonces todos eran caballos de madera fijados a una barra, subiendo y bajando. No había ambulancias, ni coches de bomberos o de carreras, motos o aviones. Eran caballos blancos, negros, tordos, pintados con colores brillantes y llamativos que se reflejaban en los fragmentos de espejos colocados como mosiacos, multiplicando las imágenes, las...
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