BOSQUES CERCANOS.
Cuando pienso en los bosques o las selvas
tiendo a dejarme llevar por cierta dosis de indignación debido a la poca
sensibilidad que, en general, muestra el hombre hacia el pulmón del planeta en
que habita.
Creo sin embargo, más útil y gratificante
evocar mi apego al bosque y porqué disfruto al sumergirme en él.
Esta tierra tiene la gran suerte de
poseer grandes extensiones de variado
arbolado
El encinar bajo la Peña nos regala su sotobosque
limpio, plagado de senderos. Tiempo atrás no estuvo tan vestido como ahora lo
está, pues en él se adivinan los antiguos campos, ocupados hoy por las
carrascas. En lo alto vigilan hacia el sur los pinos negros, trepando hasta la
cumbre, muy cerca, ya, del cielo.
He llegado a amar el bosque de la Valle , en la cara oculta de la Peña , sobre todo la umbría de
abetales y hayedos. Los abetos son rectos, igual a oscuras lanzas que siempre
están vestidas. Las hayas de tronco sinuoso y plateado, desnudan sus copas cada
invierno, tras regalar sus colores de gala más hermosos. Sin dejar las
pendientes que van a morir a la
Garona y al Irués nos seduce el ardiente rojo de sus arces.
Admiro, sobre todo en otoño, las selvas que
rodean la ruta de Sarvisé hacia Fanlo. Siento el deseo de recorrerlas algún día
y sumirme en sus ondas entrañas.
Y ¿Qué decir de los anchos pinares de Barrosa?
Alfombrados de arándanos y hormigueros gigantes.
El bosque mixto en los umbrales de Escuaín nos
sume en su suave penumbra de limpios pinares viejos y otros invadidos de
maleza. Allí encontramos acebos que renacen
y grandes buxos retorcidos.
El valle de Chistau también nos abruma con el
poderío y belleza de sus tilos junto a los abismos del Cinqueta, con sus
frondosos fresnos, álamos centenarios y sus limpios pinares donde pastan las
vacas. Entre ellos los prados, como amantes, que existirán muy juntos, mientras
haya mujeres y hombres que los cuiden.
No me detengo a escribir sobre Ordesa, Pineta,
Añisclo y Bujaruelo, pues ¿quien no ha recorrido sus pinares y hayedos o ha
posado su mano sobre la clara piel de un abedul?
Aunque van para trece los años que he vivido
en Sobrarbe, siento que no conozco ni una pequeña parte de su corazón verde.
Cuando no puedo alzarme a esos lugares,
recorro las choperas y alamedas, el cálido caixigar del Pueyo o el intrincado
pinar de Banastón. Me acerco también a ver las hayas que nacieron en el soto de
Guaso.
Los últimos renglones serán para dos hayas
solitarias, que habitan el lapiaz de Castillo Mayor.
Entre una inmensidad de cuchillos de roca
crecen como un milagro, que mirase al sol, sin una sombra, solo la que ellas
dan.
Me he jurado a mí mismo volver por sus
semillas algún día y sembrarlas como quien guarda sueños que alumbren nueva
vida.
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