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lunes, 29 de diciembre de 2014

AUTOC-TURISTAS EN LAS FIESTAS DEL PILAR


AUTOC-TURISTAS EN EL PILAR
Nunca creí que llegaría a sentirme turista en las fiestas del Pilar. Entiendo que alguien que va con prisas, que apenas tenga tiempo para disfrutar de una cena, haciendo interminable cola ante la puerta de cualquier bar o restaurante, recurra a esas carpas provisionales que instalan en la Plaza de  Aragón, por ejemplo. Que lo haga un zaragozano de toda la vida, puede resultar imperdonable.
Claro, uno piensa en la enorme fila de gente que espera pacientemente por un bocadillo de calamares de los que hacen en el nuevo Calamar Bravo y le parece una suerte encontrar pronto hueco en una bancada con mesa para ocho. No se pregunta el precio, ni se fija uno siquiera en los carteles donde aparecen  los precios de algunos productos que se anuncian.
Una vez sentados, piden unas longanizas, unas papas bravas, unos pescaditos fritos, unos calamares y un poco de queso. Tardan poco los platos en ir llegando, tras la bebida. Quien pide vino, comprueba que hace mucho que no probaba un vino tan rematadamente malo y en vaso de plástico además. Los calamares, dos platos, es difícil adivinar cuando se han frito porque parecen ser de varios momentos o días diferentes, tanto por el color como por la textura. Desde los achiclados que cuesta masticar y digerir, a los que simplemente están a medio hacer.
Los pescaditos, tamaño chanquete, se pueden doblar como contorsionistas, sin romperse, porque están recalentados varias veces. Las salchichas y longanizas presentan diversa coloración, además de una dureza gomosa que las hace  difícil de tragar. Mientras tanto en la carpa de los pulpos, justo enfrente, estos salen y entran del agua hirviendo. Piensan nuestros comensales que se han equivocado del todo por no haber tenido la paciencia de esperar al pulpo, por más lento que fuese. Al final, lo único decente, que no sabroso, resulta ser el queso y los minúsculos panecillos que lo acompañan. El resto del pan hace juego con el pescado, los calamares y la longaniza. Es, como poco de la primera hornada del día anterior. Dan ganas de abrirle con él la crisma al camarero.
La guarnición de cada plato, apenas la tocan y la dejan allí, despreciada, aceitosa, más indigna aún de ser engullida que el resto de la comida.
El vino se queda a medio beber, de tan malo y aguado. Al pedir la cuenta, ven como el suplicio continúa y queda la puntilla, un descabello descabellado, con el que acaban de rematar a los paganos, metidos a turistas incautos.
El banquete sale por cien euros, cifra redonda que escribe el camarero en un papel, sobre la marcha. Lo más llamativo son los 30 euros por los dos platos de calamares goma.
Ya solo queda el pataleo, decirle al camarero lo típico, que si vaya vergüenza, que si con diez euros  habría ido sobrada la cuenta por los calamares… El camarero no responde nada, por supuesto y los maños, escaldados, comentan su metedura de pata por haber elegido aquel infecto lugar para su cena.
Cuando ya se van, en el costado del entoldado leen “Casa de Cataluña”. Piensan que quizá eso de la independencia no sea tan mala idea después de todo  y sobre todo que en el Pilar, como en casa, en ningún sitio.

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