AUTOC-TURISTAS EN EL PILAR
Nunca creí que llegaría a sentirme turista en las fiestas
del Pilar. Entiendo que alguien que va con prisas, que apenas tenga tiempo para
disfrutar de una cena, haciendo interminable cola ante la puerta de cualquier
bar o restaurante, recurra a esas carpas provisionales que instalan en la Plaza
de Aragón, por ejemplo. Que lo haga un
zaragozano de toda la vida, puede resultar imperdonable.
Claro, uno piensa en la enorme fila de gente que espera
pacientemente por un bocadillo de calamares de los que hacen en el nuevo
Calamar Bravo y le parece una suerte encontrar pronto hueco en una bancada con
mesa para ocho. No se pregunta el precio, ni se fija uno siquiera en los
carteles donde aparecen los precios de
algunos productos que se anuncian.
Una vez sentados, piden unas longanizas, unas papas bravas,
unos pescaditos fritos, unos calamares y un poco de queso. Tardan poco los
platos en ir llegando, tras la bebida. Quien pide vino, comprueba que hace
mucho que no probaba un vino tan rematadamente malo y en vaso de plástico
además. Los calamares, dos platos, es difícil adivinar cuando se han frito
porque parecen ser de varios momentos o días diferentes, tanto por el color
como por la textura. Desde los achiclados que cuesta masticar y digerir, a los
que simplemente están a medio hacer.
Los pescaditos, tamaño chanquete, se pueden doblar como
contorsionistas, sin romperse, porque están recalentados varias veces. Las
salchichas y longanizas presentan diversa coloración, además de una dureza
gomosa que las hace difícil de tragar.
Mientras tanto en la carpa de los pulpos, justo enfrente, estos salen y entran
del agua hirviendo. Piensan nuestros comensales que se han equivocado del todo
por no haber tenido la paciencia de esperar al pulpo, por más lento que fuese.
Al final, lo único decente, que no sabroso, resulta ser el queso y los
minúsculos panecillos que lo acompañan. El resto del pan hace juego con el
pescado, los calamares y la longaniza. Es, como poco de la primera hornada del
día anterior. Dan ganas de abrirle con él la crisma al camarero.
La guarnición de cada plato, apenas la tocan y la dejan
allí, despreciada, aceitosa, más indigna aún de ser engullida que el resto de
la comida.
El vino se queda a medio beber, de tan malo y aguado. Al
pedir la cuenta, ven como el suplicio continúa y queda la puntilla, un
descabello descabellado, con el que acaban de rematar a los paganos, metidos a
turistas incautos.
El banquete sale por cien euros, cifra redonda que escribe
el camarero en un papel, sobre la marcha. Lo más llamativo son los 30 euros por
los dos platos de calamares goma.
Ya solo queda el pataleo, decirle al camarero lo típico, que
si vaya vergüenza, que si con diez euros
habría ido sobrada la cuenta por los calamares… El camarero no responde
nada, por supuesto y los maños, escaldados, comentan su metedura de pata por
haber elegido aquel infecto lugar para su cena.
Cuando ya se van, en el costado del entoldado leen “Casa de
Cataluña”. Piensan que quizá eso de la independencia no sea tan mala idea
después de todo y sobre todo que en el
Pilar, como en casa, en ningún sitio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario