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martes, 12 de mayo de 2015

LA IMPUNTUALIDAD CON JUAN GOYTISOLO Quizá no sea lo adecuado aplicar el término de “impuntual” a Juan Goytisolo por haber tardado tanto tiempo en recibir el premio “Cervantes” a toda una vida literaria, larga y fecunda como la suya. Considero que hace ya tiempo que cumplía los requisitos y méritos suficientes para que se lo dieran, pero su biografía, al parecer, no se lo aconsejaba a los responsables de otorgar el galardón. Son más de sesenta años los que lleva dedicándose a la labor de escribir, la mayoría de ellos desde el exilio voluntario de un país que por aquel entonces sufría la censura del franquismo y que, más tarde, a ojos del autor, seguiría sufriendo otras deficiencias que le llevarían a no plantearse volver para vivir aquí. Hace ya muchos años, que tras dejar París se instaló en Marraquech, seducido por la idea de aprender los dialectos árabes en la fuente misma de su origen y transformación. En una entrevista que se le hizo hace un tiempo afirmaba que quería llegar a comprender por sí mismo las historias que los cuentistas de la plaza de Jema el Fna, recitan junto a los encantadores de serpientes, los aguadores y los músicos. Años antes se empeñó en aprender el turco para desentrañar las pintadas que aparecían por las calles del barrio parisino en que vivía. Su vida y su obra son un compendio coherente de compromiso, lejos del panfleto y de la reivindicación vocinglera, manteniendo un equilibrio constante entre la creación y la exposición meramente periodística de la realidad. Me refiero lógicamente a sus novelas, porque también tiene una extensa obra periodística, en la que ha tocado innumerables temas. Entre ellos destacan los referentes a la guerra de Yogoslavia, la guerra civil de Argelia, la guerra de Chechenia, la inmigración. Lleva toda su vida reivindicando el valor de lo diferente, de lo disidente, de lo heterodoxo, en un país que lleva siglos aplastando todo ello, a través de inquisiciones, de expulsiones masivas como las de musulmanes, judíos y moriscos, de golpes de estado contra el progreso intelectual, la divergencia literaria y toda forma de pensamiento que favorezca la no violencia y la mayor parte de formas de progreso. En su discurso, al recibir el premio Cervantes, se ha acordado de los desahuciados, de los inmigrantes que mueren a las puertas de Europa, ahogados en el Mediterráneo, del poco valor que otorga a la fama, tan perseguida hoy por los fabricantes de Best- Sellers. A ese tipo de escritores les interesa sobre todo su visibilidad mediática. Él se ubica a si mismo en la categoría de adicto de la literatura o incurable aprendiz de escribidor. Para él la verdadera obra literaria no tiene prisas, puede dormir durante décadas, como ocurrió a obras que tardaron, mucho tiempo, siglos a veces, en ser reconocidas. La exquisita mierda de la gloria es denominada por García Márquez en el Coronel no tiene quien le escriba. Hacen falta en nuestro país más escritores incómodos que nos recuerden las mentiras que se nos intenta colar continuamente. El tiempo no perdona y van desapareciendo personajes casi imprescindibles como Muñoz Sampedro o el recientemente fallecido Eduardo Galeano, que aunque no fuera español, se expresaba en castellano y las verdades que propagaba tenían un valor universal, más allá de cualquier frontera artificiosa fabricada por el ser humano. Goytisolo también se encamina, como todos, hacia su final, pero mientras tanto debemos alegrarnos de su lucidez y de su compromiso, de poder oír su voz reclamando el valor de la verdad entre tanta mentira con ansia de imponerse. Leerlo o releerlo puede ser un buen ejercicio para cualquiera que no se conforme con el pensamiento único que siempre se nos vende desde el poder.

ESPIELLO

ESPIELLO Ya ha acabado la treceava edición de Espiello y el festival sigue siendo un mosaico de vivencias enriquecedoras, que nos abren puertas a un mundo real a la par que imaginado por el objetivo de creadores que buscan reflejar la esencia de los sueños que persiguen. Nos asomamos al latido de lugares lejanos, habitados por gente cuya vida persigue metas semejantes a las de cualquiera de nosotros, encontrar la felicidad, el amor, la paz y el bienestar, pero en contextos muy diferentes, a veces extremos, a veces tan parecidos a los nuestros que los reconocemos y nos identificamos enseguida con ellos. Los documentales resultan una manera barata y gratificante de viajar, contemplar paisajes y conocer gente única, que acaba por formar parte de nuestro recuerdo. Esa niña siberiana que ayuda a su familia como si fuera adulta a sus tres años. Los adolescentes que sueñan con otra vida en mitad de basureros que constituyen su medio de vida. Mujeres viudas de la India que solo desean seguir viviendo con el afecto de los suyos, sin convertirse en apestadas o mendigas. Los mineros que mientras más hondo excavan para buscar una fortuna inalcanzable bajo tierra más desean una vida bajo el sol que se les niega. Tantos retazos de vidas han pasado por Espiello que es imposible recordarlos todos. Sí recordamos la inmensa humanidad de Marien Hassan y su extraordinaria voz, la presencia de Saura, de Patino, de Pilar Sampietro, de Juan Diego, maestros en su arte y que nos han visitado para dejar el halo de su presencia y el eco de sus palabras. Es una maravilla oír cómo se emocionan algunos de los premiados, con la humildad de quien regala su trabajo al azar y es recompensado con una pizca de reconocimiento a su esfuerzo. Que no sea en vano da ganas de seguir trabajando. También es estupendo saber que Espiello se valora en lugares lejanos y que tiene un prestigio que ni siquiera intuimos. Oírlo en boca de algunos directores deja un sabor dulce, imagino, a quienes año a año trabajan para que siga girando la rueda de la creatividad y el deseo de expresarse, de comunicarse a través de las imágenes. Espiello se ha hecho adolescente y como tal está lleno de vitalidad. El apoyo del público es importante, aunque se echa a faltar una mayor presencia de jóvenes del Sobrarbe. Quizá deberíamos desde todos los ámbitos educativos, incluidas las bibliotecas promocionar un evento cultural tan importante para que pueda tener un relevo en el futuro.
Más cine por favor
¡Ah el cine¡ Siempre me gustó. Lo recuerdo desde que tengo uso de razón, cuando era un niño que cabía en el hueco de la gabardina de un viejo amigo de mi padre, Marín, republicano y sastre, además de vecino, que me pasaba de contrabando hasta el patio de butacas del cine de mi pueblo, donde me depositaba a salvo de cualquier marcha atrás. Me sentía en el paraíso frente a una pantalla inmensa que me envolvía por entero y grababa en mí las voces de doblaje de los primeros años sesenta. Mis amigos mayores se aventuraban a trepar por aquella platanera para colarse sin que Domingo, el portero, se diese cuenta. Las tardes de domingo las llenaba el cine al igual que lo hacía en la ficción de Amarcord de Fellini o en Cinema Paradise, donde casi nadie faltaba para ver los estrenos que anunciaban los cartones de fotos coloreadas o en blanco y negro a la puerta de la sala. El cine Sancha pertenecía al mismo dueño que  la fábrica de chorizos. Aunque era relativamente nuevo, el edificio estaba junto a un viejo palacio del siglo XVI que quizá pudo acoger a aquella reina, fuera la que fuese, que daba nombre al pueblo, Casalarriena. Cerca había otros pueblos con nombres que hoy me parecen extraños o singulares, pero que en aquel entonces me eran muy familiares. Zarratón, Tirgo, Cihuri, Briones, Cuzcurrita, Castañares, Herramélluri, Cellorigo eran nombres que se me grabaron para siempre en la memoria, como aquellos carteles del vestíbulo del cine Sancha que despedían hasta su propio olor, resumiendo en una sola imagen su enigmático contenido. Los cálidos y vivos colores de “Lo que el viento se llevó”, con un Clark Gable surgiendo de las llamas de Atlanta, llevando en sus brazos a Scarlett O´hara. Recuerdo el cartel de “El cochecito”, una comedia de Marco Ferrieri o “Raíces Profundas”, el famoso western de Alan Ladd. Recuerdo también haber visto “Flipper” el delfín, “Cinco semanas en globo” o una película extraña para mí, con tan solo cinco años, “Brigada 21”, con un Kirk Douglas en el papel de un policía atormentado. El bullicio de la sala, en la que se podían comer pipas y cacahuetes era de lo que más se disfrutaba. Aún no era el tiempo de las palomitas. Las películas de tiros, las americanas, parecían ser las favoritas de aquella gente que se congregaba cada tarde de domingo frente a la pantalla.
Pasado el tiempo, el Gordo y el Flaco, Buster Keaton, Harold Lloyd y Charlie Chaplin se convirtieron en personajes habituales de las películas que podíamos ver en el colegio. Nada de sexo, ni de besos, solo bromas casi infantiles, adecuadas según aquellos frailes, a nuestros diez años, pero menos quizá a aquellos de catorce y quince que ya comenzaban a tener experiencias menos propias de niños. De aquellos años recuerdo Fantomas en el viejo cine Olimpia de Logroño y “El violinista en el tejado”, en el cine Sahor. En los años sesenta y comienzos de los setenta no conocía las películas que se hacían en nuestro país, como las de Berlanga. La única que recuerdo vagamente de aquellos años es “Calabuch”, pero no “el Verdugo” ni “Plácido”, que tuvieron ciertos problemas con la censura. Ni tan siquiera recuerdo de aquel tiempo “Bienvenido Mister Marshall”, la más famosa de todas las que hizo por entonces. Buñuel era un total desconocido hasta los años setenta, como también Saura, que empezó su carrera a mediados de los sesenta con “La Caza”. Eso sí, el cine patriótico, representado por “Locura de Amor”, Agustina de Aragón” o las películas de Marisol, Joselito, Raphael o Paco Martínez Soria parecían lo único a lo que podíamos aspirar los que no teníamos dinero ni posibilidad de viajar. Toni Leblanc, Alberto Closas, Concha Velasco, Alfredo Landa o José Luis López Vázquez eran las rutilantes estrellas que poblaban nuestro pobre universo de mitos cinematográficos, que repetían una y otra vez los clichés más manidos y argumentos políticamente muy correctos y pasados por el tamiz estrecho de la censura eclesiástica, que establecía de manera rígida las clasificaciones morales de las películas, desde las de todos los públicos a las gravemente peligrosas, que mejor no ver para no incurrir en pecado mortal. El brazo desnudo de Gilda, los besos apasionados de cualquier película, los escotes o las piernas demasiado exhibidas desaparecían por el arte de mentes muy estrechas que decidían por todos lo que se podía ver y lo que no. Es curioso como a los doblajes antiguos se han añadido otros posteriores con diferentes voces, que ponen en evidencia la estrechez de mente de los censores. En películas como Espartaco queda bien patente esta práctica tan burda.
Canciones para después de una Guerra, de Basilio Martín Patino fue vetada por Carrero Blanco y otras películas sufrieron importantes cortes en su metraje a comienzos de los setenta, como la Prima Angélica de Antonio Saura y otras. Luego vendrían los años de Perpignan, cuando muchos españoles cruzaban la frontera para ver “el último tango en París” de Bertolucci o “Enmanuelle”, que alcanzaba la consideración de filme pornográfico. Tras la muerte de Franco llegaron los años del destape, cuando justificadamente o no, desnudarse en la pantalla se convirtió en lo más natural y la Iglesia perdió, imagino que muy a su pesar, la exclusiva del control de la moralidad y quizá se centró en otros negocios. La censura previa desapareció en 1977, legalizándose películas como Viridiana, de Buñuel o pudiendo verse “el acorazado Potemkin. Eso no significó la desaparición total de la censura. Esta se ejerció aún con “el Crimen de Cuenca” de Pilar Miró, que no se estrenó hasta dos años después de ser realizada y le valió un proceso judicial a su directora.
Los años de los cineclubs, en la época de estudiante, fueron los más fecundos en lo de conocer el cine que se hacía y se había hecho por todo el mundo. La crudeza desesperante, a veces, de Fassbinder, la densa dramaturgia de Ingmar Bergman, la épica barroca de  Werner Herzog o Akira Kurosawa, el surrealismo irreverente de Buñuel, el humor de las primeras películas de Woody Allen, el expresionismo en blanco y negro de Einsenstein, Murnau o Fritz Lang, los lances cotidianos y urbanos propuestos por la Nouvelle Vague, las diferentes apuestas de Stanley Kubrick y todo el cine de autores españoles que se estrenaba; todo lo queríamos ver, no perdernos nada de lo que podía resultar interesante, chocante, extraño, irreverente, subversivo… A veces resultaban ser tostones, de los cuales recordabas a duras penas el título, como me ocurrió con “Viaje alrededor de mi cráneo”. En Zaragoza había una media docena de cines con este tipo de películas, tras cuyo visionado se hablaba largo y tendido sobre ellas, en lo que se llamaba “cineforum”. Recuerdo el Cerbuna, el Xabierre, el Virgen del Carmen, la Filmoteca y otros en los que pasé innumerables tardes de domingo. Nunca vi tanto cine como entonces y, aunque no he perdido el gusto por él, es difícil que tenga oportunidad de disfrutarlo como lo hice entonces. A pesar de ello seguiré disfrutando como siempre lo he hecho, pues la imaginación no cesa de crear poesía en imágenes o reflejar el caleidoscopio infinito de este mundo inabarcable que es el ser humano.