Más cine por favor
¡Ah el cine¡ Siempre me gustó. Lo recuerdo desde que tengo uso de razón, cuando era un niño que cabía en el hueco de la gabardina de un viejo amigo de mi padre, Marín, republicano y sastre, además de vecino, que me pasaba de contrabando hasta el patio de butacas del cine de mi pueblo, donde me depositaba a salvo de cualquier marcha atrás. Me sentía en el paraíso frente a una pantalla inmensa que me envolvía por entero y grababa en mí las voces de doblaje de los primeros años sesenta. Mis amigos mayores se aventuraban a trepar por aquella platanera para colarse sin que Domingo, el portero, se diese cuenta. Las tardes de domingo las llenaba el cine al igual que lo hacía en la ficción de Amarcord de Fellini o en Cinema Paradise, donde casi nadie faltaba para ver los estrenos que anunciaban los cartones de fotos coloreadas o en blanco y negro a la puerta de la sala. El cine Sancha pertenecía al mismo dueño que la fábrica de chorizos. Aunque era relativamente nuevo, el edificio estaba junto a un viejo palacio del siglo XVI que quizá pudo acoger a aquella reina, fuera la que fuese, que daba nombre al pueblo, Casalarriena. Cerca había otros pueblos con nombres que hoy me parecen extraños o singulares, pero que en aquel entonces me eran muy familiares. Zarratón, Tirgo, Cihuri, Briones, Cuzcurrita, Castañares, Herramélluri, Cellorigo eran nombres que se me grabaron para siempre en la memoria, como aquellos carteles del vestíbulo del cine Sancha que despedían hasta su propio olor, resumiendo en una sola imagen su enigmático contenido. Los cálidos y vivos colores de “Lo que el viento se llevó”, con un Clark Gable surgiendo de las llamas de Atlanta, llevando en sus brazos a Scarlett O´hara. Recuerdo el cartel de “El cochecito”, una comedia de Marco Ferrieri o “Raíces Profundas”, el famoso western de Alan Ladd. Recuerdo también haber visto “Flipper” el delfín, “Cinco semanas en globo” o una película extraña para mí, con tan solo cinco años, “Brigada 21”, con un Kirk Douglas en el papel de un policía atormentado. El bullicio de la sala, en la que se podían comer pipas y cacahuetes era de lo que más se disfrutaba. Aún no era el tiempo de las palomitas. Las películas de tiros, las americanas, parecían ser las favoritas de aquella gente que se congregaba cada tarde de domingo frente a la pantalla.
Pasado el tiempo, el Gordo y el Flaco, Buster Keaton, Harold Lloyd y Charlie Chaplin se convirtieron en personajes habituales de las películas que podíamos ver en el colegio. Nada de sexo, ni de besos, solo bromas casi infantiles, adecuadas según aquellos frailes, a nuestros diez años, pero menos quizá a aquellos de catorce y quince que ya comenzaban a tener experiencias menos propias de niños. De aquellos años recuerdo Fantomas en el viejo cine Olimpia de Logroño y “El violinista en el tejado”, en el cine Sahor. En los años sesenta y comienzos de los setenta no conocía las películas que se hacían en nuestro país, como las de Berlanga. La única que recuerdo vagamente de aquellos años es “Calabuch”, pero no “el Verdugo” ni “Plácido”, que tuvieron ciertos problemas con la censura. Ni tan siquiera recuerdo de aquel tiempo “Bienvenido Mister Marshall”, la más famosa de todas las que hizo por entonces. Buñuel era un total desconocido hasta los años setenta, como también Saura, que empezó su carrera a mediados de los sesenta con “La Caza”. Eso sí, el cine patriótico, representado por “Locura de Amor”, Agustina de Aragón” o las películas de Marisol, Joselito, Raphael o Paco Martínez Soria parecían lo único a lo que podíamos aspirar los que no teníamos dinero ni posibilidad de viajar. Toni Leblanc, Alberto Closas, Concha Velasco, Alfredo Landa o José Luis López Vázquez eran las rutilantes estrellas que poblaban nuestro pobre universo de mitos cinematográficos, que repetían una y otra vez los clichés más manidos y argumentos políticamente muy correctos y pasados por el tamiz estrecho de la censura eclesiástica, que establecía de manera rígida las clasificaciones morales de las películas, desde las de todos los públicos a las gravemente peligrosas, que mejor no ver para no incurrir en pecado mortal. El brazo desnudo de Gilda, los besos apasionados de cualquier película, los escotes o las piernas demasiado exhibidas desaparecían por el arte de mentes muy estrechas que decidían por todos lo que se podía ver y lo que no. Es curioso como a los doblajes antiguos se han añadido otros posteriores con diferentes voces, que ponen en evidencia la estrechez de mente de los censores. En películas como Espartaco queda bien patente esta práctica tan burda.
Canciones para después de una Guerra, de Basilio Martín Patino fue vetada por Carrero Blanco y otras películas sufrieron importantes cortes en su metraje a comienzos de los setenta, como la Prima Angélica de Antonio Saura y otras. Luego vendrían los años de Perpignan, cuando muchos españoles cruzaban la frontera para ver “el último tango en París” de Bertolucci o “Enmanuelle”, que alcanzaba la consideración de filme pornográfico. Tras la muerte de Franco llegaron los años del destape, cuando justificadamente o no, desnudarse en la pantalla se convirtió en lo más natural y la Iglesia perdió, imagino que muy a su pesar, la exclusiva del control de la moralidad y quizá se centró en otros negocios. La censura previa desapareció en 1977, legalizándose películas como Viridiana, de Buñuel o pudiendo verse “el acorazado Potemkin. Eso no significó la desaparición total de la censura. Esta se ejerció aún con “el Crimen de Cuenca” de Pilar Miró, que no se estrenó hasta dos años después de ser realizada y le valió un proceso judicial a su directora.
Los años de los cineclubs, en la época de estudiante, fueron los más fecundos en lo de conocer el cine que se hacía y se había hecho por todo el mundo. La crudeza desesperante, a veces, de Fassbinder, la densa dramaturgia de Ingmar Bergman, la épica barroca de Werner Herzog o Akira Kurosawa, el surrealismo irreverente de Buñuel, el humor de las primeras películas de Woody Allen, el expresionismo en blanco y negro de Einsenstein, Murnau o Fritz Lang, los lances cotidianos y urbanos propuestos por la Nouvelle Vague, las diferentes apuestas de Stanley Kubrick y todo el cine de autores españoles que se estrenaba; todo lo queríamos ver, no perdernos nada de lo que podía resultar interesante, chocante, extraño, irreverente, subversivo… A veces resultaban ser tostones, de los cuales recordabas a duras penas el título, como me ocurrió con “Viaje alrededor de mi cráneo”. En Zaragoza había una media docena de cines con este tipo de películas, tras cuyo visionado se hablaba largo y tendido sobre ellas, en lo que se llamaba “cineforum”. Recuerdo el Cerbuna, el Xabierre, el Virgen del Carmen, la Filmoteca y otros en los que pasé innumerables tardes de domingo. Nunca vi tanto cine como entonces y, aunque no he perdido el gusto por él, es difícil que tenga oportunidad de disfrutarlo como lo hice entonces. A pesar de ello seguiré disfrutando como siempre lo he hecho, pues la imaginación no cesa de crear poesía en imágenes o reflejar el caleidoscopio infinito de este mundo inabarcable que es el ser humano.
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