Penacho de carnaval sin rostro. Un invierno quebrado por la ausencia verdadera del frío, que viene a capazadas inhóspitas y breves, con aire huracanado y marejada súbita, con nieve que parece la de antaño, pero a la que sucede un rápido deshielo ¿Año de nieves? ¿Año de bienes? ¿Quién cree ya en refranes cuando ya casi han muerto casi todos los que los pudieron creer a pies juntillas? Me molesta cada vez más profundamente quien niega lo evidente y además se burla y lo proclama con insultante sorna y prepotencia. Ya pronto será tarde al ritmo que llevamos para que nada cambie y todo cambie irremisiblemente.
LOS CABALLITOS Solo una vez al año, por septiembre, cuando aún jugábamos todos los días en la calle hasta hacerse de noche, llegaba el tiovivo, el único que adornaba la pequeña feria de barracas que durante tres días animaba la esquina entre la carretera, la Florida y los Soportales. Junto a él, la churrería de Lorenzo, donde supe por primera vez a qué sabían los churros. Me gustaba aplastarlos en el azúcar del fondo para endulzarlos. No eran muchos y por eso los degustaba despacio, mientras miraba dar vuelta al tiovivo de los caballitos. Así llamamos en adelante a todas las ferias, fuera grande o pequeña, los caballitos. Entonces todos eran caballos de madera fijados a una barra, subiendo y bajando. No había ambulancias, ni coches de bomberos o de carreras, motos o aviones. Eran caballos blancos, negros, tordos, pintados con colores brillantes y llamativos que se reflejaban en los fragmentos de espejos colocados como mosiacos, multiplicando las imágenes, las...
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