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martes, 16 de agosto de 2016

12 de julio de 2013. Otra vez me renuevo en el camino.

Comenzar este tercer año de 2013 en Tarragona no es ninguna bicoca porque de esa ciudad hacia el sur se trata de una nueva "escupidera", de esas que te expulsan de la orilla del mar para obligarte a caminar por lugares inhóspitos, feos, cutres, en los que todo está hecho no en función del paseante, sino del cometido que cumplen las enormes edificaciones que se suceden, una tras otra, interminablemente. La monotonía se une al calor de las tres de la tarde y el deseo de pasar pronto el trance no hace, precisamente, que uno acierte en la elección del camino a seguir.
Tras la enorme superficie que ocupa la fábrica de BIC Ibérica hay una serie de depósitos cilíndricos, plateados y gigantescos, que rompen con su altivez el horizonte. El vallado que los protege de los intrusos me obliga a coger un camino de esos que tanto he visto en los extrarradios de las ciudades. Pero esta vez se trata de un callejón sin salida. Por una parte la valla infranqueable de lo que parece ser una multinacional japonesa del ramo de la energía o de los productos químicos  y por otra la trinchera del tren de alta velocidad, cuyos antiguos vados han sido cerrados con púas de acero disuasorias, a las que se han añadido carteles con la leyenda "No pasar, cables de alta tensión", lo que me obliga a desandar el áspero camino recorrido, en al menos dos kilómetros, sin sombra, sin asiento, sin ganas de parar para nada, solo de avanzar contra el sol implacable y el asfalto que recalienta las sandalias y acabará por obligarme a cambiar el calzado al llegar a la playa.
Es la cuarta ocasión en que la mano del hombre, en la costa desde Port Bou, me obliga a alejarme del mar para sufrir las "delicias" de la civilización "des banlieus". Lloret  es el primer lugar (salvo algún que otro ejemplo menos exagerado)  que te expele con sus zonas valladas hacia los aledaños de las carreteras generales y el olor a gasolina quemada. En este país tienen que caer muchas vallas aún y enmendarse barbaridades urbanísticas que han privatizado espacios necesarios para el disfrute de todos. Nadie pone pegas a que los puertos se protejan, incluso con esas púas de metal (concertinas), que parecen hechas para desgarrar cualquier insumisión, por hábil y tozuda que sea. Sin embrago, muchos nos planteamos la nulidad de las prebendas que gozan muchos personajes para convertir en privado lo que debería ser espacio público.
Tras el paseo por la zona industrial de Tarragona, llega la carretera, sin apenas arcén y con mucho tráfico. Vigilo cada coche que pasa, por si acaso. Respiro cuando llega el desvío hacia la Pineda de Salou. A lo lejos se recortan las atracciones más altas de Port Aventura y atrás el perfil de Tarragona queda oculto tras tanques y tanques de petróleo, sembrados en el paisaje como una maldición que se ha hecho necesaria fuerza de ser todos los que necesitamos de su uso cada día.

Una imagen de lo que dejo atrás después de varias horas de caminata. No debía tener ganas de fotografíar el pequeño infierno que dejaba atrás porque no conservo imagen alguna de él. Una vez en la Pineda, esos sí, dejo constancia de lo que queda atrás mirando hacia Tarragona, la enorme zona industrial y portuaria.



 Aquí se ven algunas de las edificaciones que he tenido que sortear para salir a la zona de playas.

Otra panorámica de la zona industrial y la constatación, en primer plano, de lo que más usamos para desplazarnos, lo que justifica el porqué del paisaje que se ve detrás



 Enormes barcos atracados muy cerca de la playa de la Pineda.


La Pineda, a primeras horas de la tarde de un viernes de julio.

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