Comenzado
noviembre el color de las hojas de las hayas ya se ha vuelto marrón y forma
almohadones inmensos en los que nos hundimos hasta las rodillas. En la ribera
del Cinca, junto a Aínsa, los chopos
alcanzan su amarillo más intenso y la tierra humedecida es más oscura que
durante el verano. No he podido visitar la pardina del señor como el año
pasado, pero las fotos que he visto de los bosques entre Fanlo y Sarvisé
mostraban un colorido mucho más intenso y variado que en el otoño pasado. Tampoco he visitado Añisclo, ni Pineta, ni
Ordesa, pero han estado en mi recuerdo cuando he paseado otros lugares. Los
cielos del otoño son más nítidos y en ellos se pintan los rojos y rosados que
iluminan la Peña, Setrales, las Sorores. Intento fotografiarlos una y otra vez,
pero es frustrante saber que el ojo de la cámara nunca alcanza lo que los míos
contemplan. Renuncio a fotografiar las flores, las mismas que llevo viendo
meses. Sigue siendo primavera este otoño templado, así lo dice la flor del
gordolobo y también las margaritas. Ya han desaparecido los boletus y entre
familias enteras de lepistas nebularis que se van pudriendo, encuentro pies
azules, rusiñoles que iluminan la negrura de la tierra, babosas blancas y
negras que se mantienen tersas y también robellones, muy pocos, pero sanos. El
encinar huele intensamente a humus. Las hojas de los árboles se van apelmazando
y se mezclan entre sí para ser pronto tierra, cuando pase el invierno, el frío
las deshaga y ya no desprendan ese olor penetrante que tanto me atrae. Ya no se
ven mantis, ni escarabajos. A pesar del calor, las mariposas por fin se han
escondido, también los abejorros, pero no los mosquitos que aún forman densas
nubes sobre nuestras cabezas. La nieve sobre Monte Perdido cae y mengua por el
calor del día. Los capullos en el rosal del jardín se han quedado esperando.
Querían nacer pero parece que se quedarán así, en capullo, sin llegar a
florecer, como si supieran que están fuera de tiempo, que el calor de estos
días es engañoso. Ningún año es igual en sus otoños. Me han dicho que en Zaragoza
hay cada vez más tiendas en las que venden setas. Yo mismo vi el otro día una
en la que había boletus con aspecto de recién cogidos, robellones, muchardinas,
trompetillas. Este año le ha tocado a Soria soportar la invasión de hordas de
cogedores sin escrúpulos que las recogen de cualquier manera. Les pillaron con
varios miles de kilos. Estaría bien erradicar esa forma de destrozar el monte,
pero al `parecer hay quien está acostumbrado a ganarse la vida de esa forma
depredadora, como ocurre también con los siluros que poco a poco van invadiendo
los espacios que antes eran de las truchas, las carpas, los lucios… Será cosa
de la globalización que tiene sus inconvenientes.
LOS CABALLITOS Solo una vez al año, por septiembre, cuando aún jugábamos todos los días en la calle hasta hacerse de noche, llegaba el tiovivo, el único que adornaba la pequeña feria de barracas que durante tres días animaba la esquina entre la carretera, la Florida y los Soportales. Junto a él, la churrería de Lorenzo, donde supe por primera vez a qué sabían los churros. Me gustaba aplastarlos en el azúcar del fondo para endulzarlos. No eran muchos y por eso los degustaba despacio, mientras miraba dar vuelta al tiovivo de los caballitos. Así llamamos en adelante a todas las ferias, fuera grande o pequeña, los caballitos. Entonces todos eran caballos de madera fijados a una barra, subiendo y bajando. No había ambulancias, ni coches de bomberos o de carreras, motos o aviones. Eran caballos blancos, negros, tordos, pintados con colores brillantes y llamativos que se reflejaban en los fragmentos de espejos colocados como mosiacos, multiplicando las imágenes, las...
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