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sábado, 1 de octubre de 2011

UTOPÍA

UTOPÍA





Aquel lugar parecía estar fuera del mundo, quizá fuera el producto de mi imaginación, pero fue el único en el que me hubiera quedado para siempre sin dudarlo un instante.

Al salir de casa, en lugar del tráfico habitual, el estruendoso atasco matutino, me encontré con millares de ciclistas ocupando la mitad de la calzada. El resto eran autobuses públicos, taxis y algunos utilitarios debidamente autorizados a circular, según me enteré luego.
Entré a desayunar en un bar. La televisión estaba encendida y en ella departían unos políticos entre los que se sentaban un albañil, un ama de casa, un emigrante, un vagabundo, un pescador reconvertido, un homosexual y un minero de la cuenca turolense.
Pregunté al camarero por el canal en el que aparecían las imágenes y me dijo que era el de titularidad pública. Cada día invitaban a gente cogida al azar y sacaban a la luz su vida y sus deseos.
Cada uno se expresaba con entera libertad. Los políticos no eran de esos que llaman primeros espadas, sino concejales o alcaldes y alguaciles de pueblos y ciudades, a los que solo invitaban si tenían algo interesante que aportar. En la televisión no estaba permitido hacer propaganda política de ningún signo. Aunque alguna vez invitaban a algún cura, mulá o pope, siempre era a título de personas y no de símbolos. Si intentaban impartir doctrina se les invitaba amablemente a abandonar el plató.

Más tarde supe que la programación  la decidía una asamblea, en la que estaban representadas gentes de la calle, de toda la geografía del país.

Hacía mucho tiempo que se había puesto coto a la invasión de cine americano, el cual tenía asignado una cuota de emisión, no mayor que el de producción india, china o nigeriana. Al parecer había dejado de existir el monopolio y la obligación de adquirir paquetes  de películas por los “huevos de la mercadotecnia”.

Salí de nuevo a la calle y noté el aire limpio, respirable. La gente iba al trabajo a ritmo de paseo, sin prisas ni agobios. Claro que seguían existiendo los horarios (la perfección se había considerado, por el momento, inalcanzable).

La gente podía alegar como motivo de retraso en su puesto, la necesidad de mantener una conversación con un amigo triste. Esto regía para trabajos que se podían dejar para más tarde, que, la verdad, no eran muchos.

Empecé a presentir que había viajado en el tiempo a un lugar vagamente familiar, pero desconocido o que estaba inmerso en un sueño del que no podía despertar a voluntad.

Pregunté a alguien uniformado qué donde me encontraba, a riesgo de parecer un enfermo senil o un demente. Su contestación fue muy amable. Me dijo: se encuentra usted en Desirópolis, un lugar virtual pero real como puede comprobar. Y sin formular otra pregunta me contó algo de lo que encerraba aquel placentero lugar.

-En esta tierra se ha abolido el beneficio. Hay empresas y bancos, pero a todos se les controla por igual en sus ganancias y en sus inversiones. Se han suprimido las empresas de armas y ni siquiera yo, agente del orden, voy armado. A todos se nos educa para ser felices y hacer que los demás lo sean. No competimos por ver quien tiene o es más que el de al lado. El éxito consiste en la armonía.

-Pero de donde yo vengo…

-Sé de donde vienes. También vengo de allí. Un mundo hostil, en el que se enseña que el hombre es su primer enemigo. De ahí la guerra. Ahora ya no existen las fronteras. Los hombres han perdido el miedo al mestizaje. No hay lugar en la tierra para el hambre. Allí donde sobra, enseguida se reparte. Nos volcamos unos con otros si ocurre una catástrofe inesperada e inevitable. Así son los terremotos o la erupción de los volcanes.

Limitamos de forma voluntaria nuestra especie por convicción, no por imposición. Hemos curado los lugares heridos del planeta. No esquilmamos los bosques y hemos vuelto a la vida muchos de los que desaparecieron hace tiempo. Renunciamos a viajar al espacio, mientras no se hiciese justicia a este planeta. Ya no derrochamos el poco petróleo que aún queda. Buscamos con verdadera fe nuevas energías, que no nos envenenen. Ha habido que suprimir ciertas industrias. El consumo de papel se ha reducido al mínimo. Para algo ha de servir la tecnología.

En África las guerras acabaron, se pudo con el sida, sus terribles tiranos se extinguieron y ya pueden vivir de sus materias primas. Ya no emigran en masa, pues en su tierra hallan lo necesario para vivir con toda dignidad.

Se ha podido parar el avance del desierto, Se han salvado de desaparecer los pigmeos y también los bosquimanos. Y lo mismo ha ocurrido con los indios de la Amazonía. Hoy son ellos los que cuidan el bosque y lo mantienen.

El proyecto del ALCA fue un mal sueño. Al final la cordura venció a la usura y la rapiña.

Se extinguieron aquellos organismos al servicio exclusivo de los ricos como el Banco Mundial y el FMI. Hoy solo existe una única asamblea de países y todos participan por igual, sin vetos ni mandangas.

Todos los que conocimos el pasado, respiramos con alivio. No solo nos salvamos sino que pudimos restañar las heridas del globo y llegar a construir Desirópolis, la última de las utopías posible.

Las palabras del hombre quedaron como un eco, rebotando en los rincones de mi cráneo. Su imagen se fue diluyendo como si solo fuese un reflejo en la corriente.

Me despertó el estruendo de la amanecida, el intenso clamor de un nuevo día. Una atmósfera limpia me envolvía. Tuve la certeza de que allí fuera, más allá del umbral de mi casa, muchos más compartían aquel sueño y al abrir las ventanas invadiría el aire. Una semilla nueva, capaz de germinar sobre el asfalto. 

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