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domingo, 30 de octubre de 2011

Mirones profesionales

Mirones profesionales

No otra cosa son los fotógrafos. Gracias a ellos nos quedan testimonios que de no ser recogidos por alguien, serían materia de lectura y ya se sabe lo que vale una imagen frente a la palabra escrita.

Robert Capa, uno de los grandes cronistas de la Guerra Civil Española, no solo nos dejó las instantáneas del miliciano republicano muerto en combate, quizá las más famosas de ese periodo  de su producción. Tuvo ojos también para retratar la inocencia infantil, la alegría que guarda la amistad, los momentos de amor que, como islotes en el mar, son un remanso para la esperanza de que la guerra también tiene su fin.
El moriría en el empeño de mostrar al mundo las aristas mortales de otra guerra. El nunca se limitaba a mirar por la mirilla y esta frase que el mismo se aplicaba sirvió para encontrar un final acorde:  Si tus fotos no son lo suficientemente buenas es que no te has acercado lo suficiente.

Esa misma premisa llevaría a una muerte prematura a otros reporteros  como Miguel Gil que murió de disparos, casi a bocajarro, en Sierra Leona, hace más de ocho años. Demoró más que otros su deseo de seguir mirando.

José Couso y Ricardo Ortega murieron por al serles aplicados ese término tan en boga hoy en día, porque nunca se sabe donde está tu asesino. Me refiero al “Fuego Amigo”. Vaya término que se han inventado. Parece que en él va implícita la no intencionalidad, cuando al caso de Couso solo le falta la nocturnidad, ya que la alevosía está meridianamente clara.

Quizá es lo que tiene querer mirar y querer ser los ojos de otros muchos, a los que nos cuesta dejar de ser analfabetos en eso de la solidaridad y el interés por lo que pase a miles de kilómetros.



John Carlin nos dice en un artículo sobre Kevin Carter , el reportero que fotografió a la niña sudanesa vigilada por un buitre al acecho:
“La cámara funciona como una barrera que lo protege a uno del miedo y del horror, e incluso de la compasión
Un hombre blanco perfectamente bien alimentado observa cómo una niña africana se muere de hambre ante la mirada expectante de un buitre. El hombre blanco hace fotos de la escena durante 20 minutos. No es que las primeras no fueran buenas, es que con un poco de colaboración del ave carroñera le salía una de premio, seguro. Niña famélica con nariz en el polvo y buitre al acecho: bien; no todos los días se conseguía una imagen así. Pero lo ideal sería que el buitre se acercara un poco más a la niña y extendiese las alas. El abrazo macabro de la muerte, el buitre Drácula como metáfora de la hambruna africana. ¡Ésa sí que sería una foto! Pero el hombre esperó y esperó, y no pasó nada. El buitre, tieso como si temiera hacer huir a su presa si agitara las alas. Pasados los 20 minutos, el hombre, rendido, se fue.
No se debería de haber desesperado. Una de las fotos se publicó en la portada de The New York Times y acabó ganando un premio Pulitzer. Pero incluso así se desesperó. Y mucho. El hombre blanco era un fotógrafo profesional llamado Kevin Carter. A los dos meses de recibir el premio en Nueva York se suicidó.
Respondió con el frío profesionalismo de siempre. No habría podido elegir otra manera de actuar. Estaba programado, anonadado. El único objetivo era hacer la mejor foto posible, la que tuviera más impacto. Ahí empezaba y terminaba su compromiso. La lógica era muy sencilla: si hacía una foto potente, se beneficiaría a sí mismo, pero también ampliaría la sensibilidad de los seres humanos en lugares lejanos y tranquilos, despertando en ellos aquella compasión -precisamente- que en él estaba necesariamente adormecida.

Por eso no hizo nada para ayudar a la niña. Porque si la hubiera ayudado, no habría podido hacer la foto. Porque había llegado al límite de sus posibilidades.
El problema era que la gente normal, empezando por su propia familia, no lo entendía. Fuera donde fuera, le hacían la misma pregunta. “Y después, ¿ayudaste a la niña?”. Se convirtió en un agobio, una pesadilla. Los únicos que no le hacían la pregunta, porque para ellos no era necesario hacerla, eran los amigos del Bang Bang Club, reporteros que durante años habían fotografiado con el, la violencia del Apartheid en Sudáfrica.
En abril de 1994 le llamaron desde Nueva York para decirle que había ganado el Pulitzer. Seis días después, su mejor amigo, Ken Oosterbroek, murió en un tiroteo en Tokoza (Sudáfrica). Toda la emoción reprimida a lo largo de cuatro años salvajes explotó. Carter se quedó destruido. Lloró como nunca y lamentó amargamente que la bala no hubiera sido para él.
El mes siguiente voló a Nueva York, recibió el premio, se emborrachó, incluso más de lo habitual, y volvió a casa.
Siguió trabajando, pero, perseguido por la muerte de su amigo y -ahora que se había quitado la coraza- la angustia moral retrospectiva de la escena con la niña sudanesa, se hundió en una profunda depresión. No podía trabajar, o si lo intentaba, caía en errores absurdos. Llegaba tarde a entrevistas, perdía rollos de fotos que ya había hecho. Y tenía problemas en casa: deudas, desamor…
El 27 de julio de 1994, exactamente tres meses después de las primeras elecciones democráticas de la historia de su país, Carter se fue a la orilla de un río donde había jugado cuando era niño, antes de que supiera lo que era el apartheid, el sufrimiento, la injusticia. Y ahí, por fin, dentro de su coche, escuchando música mientras inhalaba monóxido de carbono por un tubo de goma, logró la paz, la anestesia final de la muerte.”

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