No oímos el estruendo de la guerra "de baja intensidad ", cuando ruge con su halo de muerte y destrucción sobre el desierto, en las estepas y herbazales que rodean el Nilo.
Quien empuña el fusil puede ser un niño a quién se obligó, para asegurar el suministro de petróleo a Europa, Asia o América.
Defienden los pozos de petróleo contra los legítimos dueños del suelo, bajo el que se extrae el maná de las máquinas que despellejan y envenenan el planeta cada vez de forma más alarmante.
Esos pastores antiguos vagan sin rumbo, presas del hambre, hasta dar con sus huesos, cubiertos solo de piel, en su definitiva tumba, antes de que una ONG, la que sea, levante el acta de defunción y los helicópteros lleguen con picos y palas para abrir y sellar grandes fosas comunes.
El 0,7, que sigue pareciendo una utopía y no se alcanza en muchos países de crecimiento económico "optimista", seria poco más que una limosna ante la riqueza esquilmada al continente “cuna" de la especie humana.
Desde el mito, en cuatro zancadas y varios genocidios, se plantaron los imperios en ser los gestores de una nueva esclavitud, la más barata de la historia, quizá más mortífera que la de los galeones y barcos negreros que transportaron su preciosa carga con mucho menos mimo que si fueran bestias.
La diferencia entre la esclavitud anterior y la nueva es, que en la primitiva, al desposeerles de todo, les quedaba la vida como única esperanza y en la nueva (la del rey Leopoldo, por ejemplo), les iban despojando de todo lentamente, hasta dejarles solo la esperanza de no morir atrozmente, pues la vida era un lastre insoportable de fatigas y el morir se convirtió en costumbre, en la búsqueda o el porteo de marfil, en la febril persecución del caucho, a punta de fusil o bajo la amenaza de no volver a ver vivos a los seres queridos
En los testimonios de “los acarreadores de manos” quedaba patente que una vida humana no valía la bala de un fusil. En las culatas de los fusiles quedaban las huellas de cacerías de hombres.
Parece que en África sigue latiendo el Corazón de las Tinieblas, no al ritmo del látigo y las bayonetas; lo hace al de las ametralladoras y los machetes, entre los gris-gris que protegen de las balas enemigas, la brujería.
También bajo la vigilancia atenta de los satélites espías que propician victorias, derrotas, masacres, cuando debieran servir para evitarlas.
El Panóptico de Bentham a escala planetaria, con sus torres-vigía inalcanzables, escudriñando las vías de comunicación, las pistas, el curso de los ríos.
La tupida selva que puede resultar un obstáculo, es objeto de venta y devastación, con el conocimiento de muy pocos y de forma, ilegalmente, encubierta.
¿Qué límites se imponen a la devastación, la desertización, el hambre o la pobreza, al sida, a la sangría de las guerras “tribales” y al gotear incesante de vidas que se estrellan ante nuestras costas por miles?
El límite de los imperios blindados guarda el “limes”, con el celo que propicia el miedo.
Miedo ¿a qué?
¿A desaparecer diluidos en el mestizaje?
El olmo de la imagen, La Olma, era un ejemplar de dicho árbol que, como tantos otros, murió por la enfermedad de la grafiosis. Los que la conocimos y disfrutamos, los que estuvimos albergados bajo su sombra, llegamos a amarlo como a un personaje más de un lugar diminuto, llamado Riocavado de la Sierra.
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