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martes, 16 de agosto de 2016

La playa de la Pineda es una más de tantas. En el momento de llegar se me hace apetecible por lo que dejo atrás, pero siendo viernes está de gente hasta los topes. Me siento en un sol y sombra de esos que el sol atraviesa a medias. Eso unido a la brisa que corre me hace sentir en la gloria, mientras engullo unos anacardos y estreno los dátiles que me saben de maravilla. Una familia gitana se sienta en el banco de al lado y escucho su conversación sobre alguien a quien le ha dejado tirado el coche. Una chica del grupo sugiere.
A lo lejos se ha quedado el duro perfil industrial de Tarragona y los grandes buques atracados fuera del puerto. Los bloques de apartamentos son aquí de cinco plantas.
A mitad de playa hay un grupo escultórico de arena. Se trata de un perro bastante feo y un sofá. Nada que ver con las virguerías que vi en la Costa Brava, dos años antes.

Varios chiringuitos plantados en la playa me traen a Cañete a la memoria.

Cuando acaba la playa subo por una zona de rocas, en las que hay apostados varias decenas de africanos, en espera quizá de que baje el sol para moverse con su mercancía de gafas, deuvedés y compacts, gorras y demás. Hay una valla colocada a escasos metros del mar, obligando a los que caminamos a ir por lo más difícil
 Una panorámica de la playa de la Pineda y un espigón que hay en su parte sur.
 Jóvenes africanos descansan en las rocas. Tras ellos, en la primera fotografía se ve la silueta de las atracciones de Port Aventura.

Digo adiós a la playa de la Pineda y al perfil de Tarragona.
 Al perder de vista la playa, hay un espacio de forma semicircular, totalmente desangelado. El suelo es plano, pero está lleno de adoquines y cascotes de obra, como si hubiese habido alguna construcción que luego se hubiera derruido. Irónicamente este saliente rocoso lleva el nombre de Rocabona.
Los acantilados que me acercan hasta una urbanización "privée", semejan una cantera y hacia el mar las rocas no son compactas, sino informes e inseguras para andar sobre ellas. Ello me obliga a calzarme al fin las zapatillas.

Llego a una pequeña cala, en la que hay un edificio mamotreto, al canto mismo del agua. A Este lugar se lo conoce con el nombre de la Cova del Lladre. La Cueva del ladrón, imagino que es su traducción.

Desde lejos me parece que está deshabitado y pienso que por fín, en algún lugar, se ha hecho justicia y solo falta demolerlo, pero me equivoco.

 Mientras me doy el primer baño veo habitantes asomados a los balcones que me confirman mi error. La cala es de piedras gruesas, pero después del calor que he pasado, el chapuzón de agua me hace sentir en el paraíso.
 Una última visión del camino dejado atrás.

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