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lunes, 2 de abril de 2012

BOSQUES CERCANOS


BOSQUES CERCANOS.


Cuando pienso en los bosques o las selvas tiendo a dejarme llevar por cierta dosis de indignación debido a la poca sensibilidad que, en general, muestra el hombre hacia el pulmón del planeta en que habita.

Creo sin embargo, más útil y gratificante evocar mi apego al bosque y porqué disfruto al sumergirme en él.

Esta tierra tiene la gran suerte de poseer  grandes extensiones de variado arbolado

El encinar bajo la Peña nos regala su sotobosque limpio, plagado de senderos. Tiempo atrás no estuvo tan vestido como ahora lo está, pues en él se adivinan los antiguos campos, ocupados hoy por las carrascas. En lo alto vigilan hacia el sur los pinos negros, trepando hasta la cumbre, muy cerca, ya, del cielo.

He llegado a amar el bosque de la Valle, en la cara oculta de la Peña, sobre todo la umbría de abetales y hayedos. Los abetos son rectos, igual a oscuras lanzas que siempre están vestidas. Las hayas de tronco sinuoso y plateado, desnudan sus copas cada invierno, tras regalar sus colores de gala más hermosos. Sin dejar las pendientes que van a morir a la Garona y al Irués nos seduce el ardiente rojo de sus arces.

Admiro, sobre todo en otoño, las selvas que rodean la ruta de Sarvisé hacia Fanlo. Siento el deseo de recorrerlas algún día y sumirme en sus ondas entrañas.

Y ¿Qué decir de los anchos pinares de Barrosa? Alfombrados de arándanos y hormigueros gigantes.

El bosque mixto en los umbrales de Escuaín nos sume en su suave penumbra de limpios pinares viejos y otros invadidos de maleza. Allí encontramos acebos que renacen  y grandes buxos retorcidos.

El valle de Chistau también nos abruma con el poderío y belleza de sus tilos junto a los abismos del Cinqueta, con sus frondosos fresnos, álamos centenarios y sus limpios pinares donde pastan las vacas. Entre ellos los prados, como amantes, que existirán muy juntos, mientras haya mujeres y hombres que los cuiden.

No me detengo a escribir sobre Ordesa, Pineta, Añisclo y Bujaruelo, pues ¿quien no ha recorrido sus pinares y hayedos o ha posado su mano sobre la clara piel de un abedul?

Aunque van para trece los años que he vivido en Sobrarbe, siento que no conozco ni una pequeña parte de su corazón verde.

Cuando no puedo alzarme a esos lugares, recorro las choperas y alamedas, el cálido caixigar del Pueyo o el intrincado pinar de Banastón. Me acerco también a ver las hayas que nacieron en el soto de Guaso.

Los últimos renglones serán para dos hayas solitarias, que habitan el lapiaz de Castillo Mayor.

Entre una inmensidad de cuchillos de roca crecen como un milagro, que mirase al sol, sin una sombra, solo la que ellas dan.

Me he jurado a mí mismo volver por sus semillas algún día y sembrarlas como quien guarda sueños que alumbren nueva vida.

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