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lunes, 14 de marzo de 2011

A ti me acerqué por primera vez hace ya mucho tiempo, cuando en mi mentón no nacía, aún, pelusa. A través del Cairo,  Luxor, Alejandría, Trípoli, Túnez y Argel, empecé a conocerte, Continente.

Sé que, lo compacto de tu perfil y la redondez de tus formas, contiene una variedad interminable de paisajes y de gentes. Es un sueño abarcarlo por entero, un imposible que, además, seguimos viendo crecer en su música y en su literatura.

El momento exacto en que percibí tu magia  fue, quizás, cuando ví conversar a aquellos ancianos apaciblemente  en la plaza Taharir, con los pies en la acera, a dos palmos del tráfico incesante que les "ventilaba " con el polvo y los gases.

Su manera de ignorar aquello me sedujo.

Ellos hablaban entre sí, se comunicaban por encima de toda bocina, de todo frenazo, de todo improperio que, el más vocinglero  taxista pudiera  proferir.

Fueron las moscas en aquellos rostros infantiles, sonrientes y francos, como una luna llena que nos regalase un gesto.

El amor por algo siempre contiene un alguien dentro. Lo que allí veo es un alma, rota a pedazos. Cientos de millones de seres expectantes.

¿Qué es su lugar? ¿Un depósito inagotable de pobreza?

Su riqueza reside en ellos mismos y este espejismo de Europa ¿qué les está ofreciendo?

¿Un mundo ya caduco que sigue requiriendo esclavos y mano de obra barata?

¿Un paraíso perdido que engulle la juventud más esperanzada y desesperada?

El 21 de octubre de 2003 se supo de una más de las tragedias en el largo historial de las migraciones de África hacia Europa, frente a la isla de Lampedusa.

Es uno de tantos espeluznantes episodios.

La gran “Balsa de la Medusa” a la deriva en la que, sobre una gran alfombra de cadáveres, yacían los pocos supervivientes del horror, flotando, perdidos en ninguna parte.

Solo un episodio más,  del periplo constante, que arroja a nuestras costas  tantos y tantos cadáveres y tanta esperanza de un futuro mejor y más digno.