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viernes, 7 de octubre de 2011

FELICIANO

FELICIANO

Feliciano se decía a sí mismo “soy de una generación que creció con la fe como una asignatura obligatoria de la vida. Nos bautizaban sin haber cumplido el mes, sin pedirnos permiso para verter el agua fría sobre nuestra cabeza, que siempre nos provocaba el llanto. Luego venía la comunión, para la que había que ejercitar la memoria y aprender fórmulas de fe del catecismo, que se recitaban de corrido como la lista de los reyes godos.
Después ya estabas obligado a acudir al ritual de la misa una vez por semana y cumplir los preceptos de todo buen cristiano”.

Llegué a creer que dios era un anciano barbudo que miraba con su gran ojo a través del triángulo, como si fuera un satélite que alcanzase a vigilar a todo el mundo. Un día me dije: ” si es así el dios que nos dibujan en los libros y en los catecismos o es un plasta o es el cotilla mayor de universo”.
Claro que esa labor, la de vigilar, según nos explicaban, la delegaba en el ángel de la guarda. Al parecer había uno para cada creyente. Éste, sin embargo, no evitaba las cuqueras cuando hacíamos guerras a pedradas ni los golpes al saltar las tapias y los setos.
Se preguntaba Feliciano ¿Será tal vez que nos duermen con cuentos para no maldecir nuestra suerte de mortales?
Si la vida es un misterio y a cada uno le depara una suerte distinta, porqué la respuesta ha de ser la misma para todos?
Me parece muy bien que cada uno crea lo que quiera, pero lo que no entiendo es el afán que tienen algunas religiones de ser universales, de invadir el espacio de otras y tratar de demostrar que son la única verdadera.

Feliciano hacia repaso de las guerras en las que la fe se había puesto por bandera y llegaba a la conclusión de que había sido causa de grandes violencias y mortandades. Cristianos contra musulmanes, cristianos contra judíos, católicos contra protestantes, anglicanos contra puritanos, musulmanes contra judíos... Una larga lista de conflictos provocados por la intolerancia religiosa.
Feliciano estaba convencido de que eso de la fe religiosa era algo íntimo, de lo que uno no debía alardear y menos aún imponer a los demás. No entendía el empeño de que en las escuelas e institutos fuese una enseñanza obligatoria y constase además en el historial de los alumnos.
Tampoco entendía eso de que los profesores de religión estuviesen pagados por el estado, es decir por todos los contribuyentes, mientras a la par eran elegidos por los obispos. Ahora estos ponían el grito en el cielo ante la posibilidad de que las diferentes confesiones estuviesen en igualdad de condiciones y seguían en sus trece sobre la conveniencia de seguir impartiendo doctrina en las aulas, públicas y privadas.
¿Cuánta gente debe pensar que si el Papa es infalible en materia de fe, porqué no lo va a ser cuando habla de los preservativos o de lo inconveniente que resulta el matrimonio entre personas del mismo sexo?
Se preguntaba Feliciano

Siempre concluía sus silenciosos monólogos, planteándose ¿Porqué no dejarán en paz a todo el mundo? Finalmente pensaba que los jerarcas de la Iglesia, como los actores, se deben a su público y como en la televisión, también debían funcionar y casi ser decisivos, los índices de audiencia. Seguramente muchos de los oyentes esperarían que a estas alturas no se cambiaría ni una coma de un guión de siglos, lo mismo en materia de fe que en asuntos de la vida común de los mortales, como si en ese tiempo la historia de los hombres se hubiese congelado.

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