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jueves, 28 de julio de 2011

FAMILIA ¿QUÉ FAMILIA?

Familia ¿Qué familia?



Cuando yo era un niño solo distinguía entre familias numerosas y las que no lo eran. Era raro encontrar aquellas en que solo hubiera una hija o hijo, lo cual, además, sin ninguna reflexión, yo consideraba una pequeña desgracia, pues aunque fuera más fácil acceder a la posesión de ciertos juguetes, el hecho de no tener hermanos me  parecía un recorte antinatural, una carencia que daba como resultado niños acostumbrados a hacer su voluntad y que sometían a sus padres al vaivén de su capricho.

En una familia numerosa las expectativas de amistad, en ocasiones, se veían casi colmadas dentro de núcleo familiar. Jugábamos juntos, paseábamos juntos e íbamos, de vacaciones al pueblo, la familia entera.
Invariablemente, en cada familia había alguna abuela o abuelo que ayudaba en la crianza de los hijos y servía de nexo entre una vida en vías de extinción y otras con un futuro por descubrir, al que se incorporarían canciones, historias y vivencias que, como un puente, sorteaban los ríos paralelos y sinuosos de las generaciones para no ser olvidadas.

Yo recuerdo a mi abuela Daría que vivía con nosotros. Era una mujer menuda, con su cara curtida por el tiempo y la vida de aldea montañesa.
Aparentemente frágil, escondía, tal vez, esa tristeza honda de quien ha perdido parte de sus hijos de forma prematura. Como en muchas mujeres, su luto parecía eterno, contrastando con su largo pelo blanco que, cada mañana, peinaba largo rato para, luego, recogerlo en un apretado moño. Era una presencia tan entrañable y cálida que aún la siento como algo real, como si siempre estuviese cerca, a pesar del tiempo transcurrido desde su partida.

Cada vez es más raro, sobre todo en las ciudades, encontrar familias en las que convivan tres generaciones. Ese puente que unía a los abuelos y a los nietos en la convivencia cotidiana se desvanece, convirtiendo a los abuelos en visitantes ocasionales o en la única referencia que acerca a las familias a las residencias de ancianos una vez por semana o cada cierto tiempo, con dosis de afecto menos comprometidas que las que suponía la convivencia continuada bajo el mismo techo.

Hoy hay familias monoparentales, de madres solteras, de divorciadas o divorciados, familias que reúnen los hijos habidos en matrimonios anteriores que rompen los clichés de lo que se pudo considerar en su momento como familia al uso.

También las parejas gays y lesbianas reivindican su derecho a formar una familia, acogiéndose a la posibilidad de la adopción.

La Iglesia ha puesto el grito en el cielo ante esta posibilidad y es recalcitrante en no admitir que existe algo más que las parejas tradicionales de hombre y mujer, padre y madre, que no siempre garantizan el afecto y el bienestar, no sólo material, de una familia.

Esa institución proclama no hacer política pero se arroga la exclusiva de la moralidad y la corrección en materia familiar y sigue proscribiendo el uso del preservativo o los métodos anticonceptivos más elementales y necesarios, allí donde el exceso de natalidad se convierte en un problema serio.

Los lazos de sangre son quizás más fuertes que los del simple afecto, pero lo son para lo bueno y para lo malo, como muestran las atrocidades que resultan del despecho, de los celos, del poder que otorga a algunos el hecho de ser padres o madres sobre la vida de sus hijos.

En muchos de estos casos aparece por  medio algún tipo de trastorno o de locura pero, que yo sepa casi todos ocurren en familias de esas que se dan en llamar “normales”.

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